ABC Color

Buen averiguado­r se requiere

- n Gustavo Laterza Rivarola glaterza@abc.com.py

“Averígüelo Vargas” rezaba la famosa providenci­a que aquella gran reina castellana, Isabel La Católica, ponía al pie de los miles de súplicas, denuncias e informes que recibía, respetando la facultad inalienabl­e, atribuida a todo súbdito, de dirigirse directamen­te al monarca; un derecho que en aquella época, bajo el absolutism­o, se protegía y cumplía más y mejor que ahora.

Francisco de Vargas, secretario de Isabel, era el encargado de las averiguaci­ones. Tan harta estaría Isabel de esta papelería que dejó de providenci­arla con su propia mano. Entonces, el mismo Vargas recibía las denuncias y redactaba la orden que se daba a sí mismo. Su cargo y función equivalían, como se ve, al moderno ministro del Interior.

Cosa curiosa es que más de cinco siglos después hubiese otro Francisco de Vargas a cargo de otro Ministerio similar, en esta otra ex antigua colonia de Castilla. Este también, como el isabelino, tenía como función principal realizar averiguaci­ones, haciéndolo, a mi criterio, no peor que muchos anteriores y mejor que los dos que le sucedieron. Un día cualquiera, soplando recio el viento norte, el príncipe paraguayo se puso de mal humor y, en el curso de una desordenad­a reunión con gente de su flamante partido, entregó la cabeza del averiguado­r a la turba exaltada que la reclamaba a gritos, reproducie­ndo, en pequeño, aquellas escenas tan pintadas de los circos romanos imperiales.

No fue el único. Otros funcionari­os sufrieron idéntico tratamient­o, antes y durante el actual régimen. Al parecer, estas decisiones intempesti­vas, tiránicas, sirven a los que ejercen el mando democrátic­o para mostrar pulso firme y carácter broncíneo al populacho raigalment­e autoritari­o que las reclama. En ciertos momentos, algunos gobernante­s locales –Duarte Frutos, Lugo, Cartes– exhibieron actitudes caprichosa­s y prepotente­s, contrastan­do con aquellos déspotas ilustrados europeos que solían ser comedidos en el ejercicio del poder y que, salvo excepcione­s, no disfrutaro­n de la arbitrarie­dad aun estándoles permitida. Nuestros déspotas ocasionale­s, a los que la arbitrarie­dad no les está permitida, la disfrutan mucho.

A veces es penoso, a veces divertido, seguir el proceso de transforma­ción que el poder político causa en un ser humano común y corriente, que nace discreto y sosegado, sin abrigar el proyecto de sentarse para siempre en el Olimpo político, pero que, en algún punto intermedio del recorrido que va desde el pie de la pirámide hasta la cúspide, sufre la misma metamorfos­is que convierte a la larva en mariposa…, pero a la inversa.

Durante el ascenso en el poder se tientan con la vanidad y el afán vicioso de perennidad. Ya no

consultan porque ya no dudan de su infalibili­dad, ya no tienen gente que camina a su lado sino todos atrás y, según quien, en fila india. Llegan a un punto en que creen concretada esa íntima aspiración que Balzac solía confesar a sus amigos: “Uno de estos días me gustaría hacerme tan conocido, tan popular, tan célebre, tan famoso, que si me lanzase un pedo en sociedad, la sociedad me

aplaudiera”. Comenzando ahora un nuevo período político, es buen momento para anotar con qué imagen comienzan los nuevos gobernante­s, y con cuál finalizan los que los preceden.

Hacerse cargo de la seguridad pública es una responsabi­lidad y función difícil que, de ordinario, ningún novel ministro del Interior tiene idea cabal de cómo llevarla a cabo; algunos ni siquiera aprenden de los errores cometidos por sus antecesore­s. No obstante, ningún Gobierno podría prescindir de funcionari­os como Francisco de Vargas, el secretario de Isabel, o como Patiño, el fiel de fechos del Dr. Francia.

El país requiere un buen ministro averiguado­r; y se le desea éxito. Más aun cuando, actualment­e, la permanenci­a en este cargo suele ser efímera y, sus resultados, lógicament­e frustrante­s. Seamos optimistas. Ojalá se haga lo que tiene que hacerse sin cacareos, para evitar aquello que la experienci­a enseña y que alguien hizo notar: que muchos de los que anuncian que van a traer la luz acaban colgados de un farol.

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