El “poder” de la prensa
A la prensa le acompañó siempre una fama engañosa: la de su inmenso poder. No lo tiene, por lo menos en la dimensión que se le atribuye. Una de las pocas excepciones ha sido en el caso Watergate. La tenaz campaña del diario The Washington Post contra la corrupción republicana se saldó con la renuncia del presidente Nixon. Pero aun así, este beneficioso efecto fue porque los documentos acercados por el periódico cayeron sobre la conciencia de los políticos decentes, quienes, a su vez, han sabido escuchar a sus electores.
La prensa, por sí misma, no puede tumbar a nadie. Y bien está que así sea. Su rol en la sociedad es mediar entre la opinión pública y las instituciones; es acercar información y opinión. Y la información y opinión tendrán fuerza en la medida en que los receptores reaccionan. Si el público se muestra pasivo ante los acontecimientos claramente irregulares ya no habrá nada que hacer. Creo que a muchos políticos les agrada la denuncia periodística: les da popularidad, y la popularidad les acarrea votos. Este es el país que tenemos.
Si las noticias sobre casos delictivos no llegan a las personas e instituciones encargadas de aplicar la ley, para nada servirá la publicación. La denuncia quedará en la mera anécdota. Es el padecimiento de nuestra prensa.
Si hiciésemos una lista de las personas y hechos denunciados por irrebatibles hechos delictivos, cambiaríamos de opinión acerca de la utilidad del “Cuarto Poder” para el “saneamiento moral de la nación”.
Si la prensa tuviese el poder que se le atribuye no habría hoy un solo político delincuente en el presente y futuro Parlamento, por ejemplo. Las reiteradas noticias acerca del comportamiento inmoral de una persona se pretende hacerlas aparecer como “persecución política”, sin importar la montaña de documentos que avalan las publicaciones.
Frente a los resultados, pienso que la prensa debería ya renunciar a su empeño de criticar a los políticos corruptos y dedicar su esfuerzo en denunciar a las personas que hacen posible la multiplicación e impunidad de los corruptos. Y no solo con sus votos en tiempos electorales, también con su indiferencia en todos los tiempos. Peor aún, hasta con sus aplausos. También los cómplices y encubridores son delincuentes. Delincuentes que pasan inadvertidos para la prensa, o por lo menos no se los recuerda.
El caso, entre muchos, de Horacio Cartes y Duarte Frutos que fueron elegidos para senadores activos cuando la Constitución Nacional manda que deben ser senadores vitalicios, con voz pero sin voto. Pero no se puede echar toda la culpa solo a ambos políticos. Encontraron, primero en la Corte Suprema de Justicia y luego en los electores la puerta abierta para el escándalo, para la vergüenza nacional, para el más descarado atropello a la legalidad.
Los senadores que están por el atropello constitucional dicen que solo cumplen una resolución de la Corte. Pero esta resolución –dictada por la presión política o económica, o ambas a la vez– para nada sirve salvo para satisfacer ambiciones desmedidas o refugiarse en el fuero parlamentario.
Los políticos tienen que entender, alguna vez, que la Constitución está por encima de resoluciones, decretos, ordenanzas. Su incumplimiento nos condujo a un tiempo jamás conocido antes. Nunca las instituciones del Estado estuvieron por el suelo como ahora. Sí, siempre hubo desobediencia a las leyes, pero se buscaba por lo menos un poco de disimulo. Ahora es a cara descubierta y sin consecuencias.
Hay una complicidad generalizada para que la corrupción se extienda y profundice. ¿Qué hay del caso Darío Messer? Nada. Bastó que Cartes dijese que es su “amigo del alma” para que ningún fiscal investigue el posible lazo comercial que los una.
Ante esta situación, ¿dónde está el famoso poder de la prensa?