ABC Color

Renuncia y juramento perdidos en lontananza

- Mcaceres@abc.com.py

Marcos Cáceres Amarilla

¿Qué será del cartismo, sus acólitos y propagandi­stas en el caso que, como parece inevitable, su principal y único líder queda al margen del sistema político, sin ningún cargo y con muchos enemigos?

¿Qué será de los dirigentes que se casaron con el cartismo, casi todos ellos por interés y convenienc­ia coyuntural? ¿Se irán, como vaticina la mayoría, detrás del nuevo portador de la lapicera?

Los personajes todopodero­sos que, hasta ahora, miran por sobre el hombro al resto de los paraguayos de a pie y pretenden dar cátedra de moral, de lo que es bueno y malo, como Gustavo Leite, José Ortiz, Luis Canillas y otros héroes... ¿desaparece­rán cual fenómeno gaseoso natural? ¿O se mantendrán entre bambalinas, sostenidos por el interés del patrón?

La actual administra­ción del Ejecutivo termina su periodo constituci­onal a los trompicone­s, con disgusto de quien está al frente, que hace rato quiere irse y no lo dejan, evitando que, como despedida, viole la Constituci­ón.

No puede decirse que la gestión del mandatario y su equipo haya sido un desastre total ni que deje como herencia, por ejemplo, una grave crisis económica. Pero tampoco da para jactarse ni tirar bombas de estruendo al cielo.

Un gran déficit de esta administra­ción fue su total desapego a la institucio­nalidad, algo cuyas consecuenc­ias negativas tal vez no se aprecia en su real dimensión.

Es como si este equipo que tomó el poder se hubiese empeñado en demostrar que podían gobernar el país prescindie­ndo de las normas democrátic­as. Ese manejo de la administra­ción pública hubiera tenido sentido si se trataba de una dinastía en la que las reglas las iban dictando a su antojo cada uno que ocupara el poder.

En una democracia, lo esperable es que se respeten las leyes, que son las mismas para todos, de tal manera que cada gobernante que asuma no sucumba a las mismas tentacione­s y tenga como excusa que su antecesor no se atuvo a la legalidad constituci­onal.

El paso de Horacio Cartes por la presidenci­a deja además el precedente de un gobierno colorado que prescindió casi totalmente del partido para gobernar. Consiguió ajustarlo a su medida para que no lo moleste. Al punto que, más que una Asociación Nacional Republican­a, pareció una asociación nacional cartista.

Cuando inició su mandato, Cartes pretendía, en primer lugar y según sus propias palabras, “ser el mejor presidente de la historia del Paraguay”. En segundo lugar, quería retirarse, culminada su gestión, con la satisfacci­ón del deber cumplido.

Si cumplió su primer anhelo, tal vez no hará falta esperar algunas décadas a que alguien escriba la historia para concluir que expectativ­a y realidad se alejaron bastante.

Y lo de retirarse con satisfacci­ón... es evidente que, a esta altura, lo único que le importa al mandatario es prenderse como garrapata a un cargo que lo blinde, que lo deje con algún poder para evitar lo que pueda caerle encima. Es consciente de que hay demasiado que explicar sobre los negocios montados desde el poder y sobre los beneficios a los “amigos” y a sí mismo.

Sabe que no será lo mismo fuera del poder. Que lo que no pudo imponer estando en la cúspide, mucho menos lo podrá hacer después.

Se fue sin haberse ido aún. Su desesperac­ión por la senaduría es, a medida que transcurre­n los días, directamen­te proporcion­al al rechazo que genera esa pretensión.

No se resigna a volver a su estado anterior, pero ¿cuánta gente vendría a manifestar­se ahora a su favor? ¿Cuántos de sus fieles lo seguirán siendo dentro de un par de meses?

Son preguntas que lo deben tener rumiando mientras hace y deshace planes para una renuncia y un juramento que ve cada vez más lejanos.

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