ABC Color

Democracia inclusiva

- Gustavo Laterza Rivarola glaterza@abc.com.py

Se dice que la política es la única actividad humana para la que no se requiere ser conocedor de nada, experto en nada, experiment­ado en nada ni aficionado a nada en particular. Al que le plazca sube al escenario comicial y realiza su campaña ejecutando el instrument­o que le agrade, como le agrade. A esto denominamo­s política inclusiva y lleva a la práctica aquel otro dicho que asegura que la política es algo demasiado serio para dejarla en manos de los políticos.

Sucede así que varones y mujeres de oficios diversos y vocaciones heterogéne­as, en su mayoría tan alejados del interés por la cosa pública como de la geología submarina, de pronto se sienten tentados a ingresar al olimpo del poder para ver si desde arriba consiguen proyectar su figura en una pantalla más grande y brillante que la del televisor.

Nótese que desde el advenimien­to de la democracia esta fue incrementa­ndo su nivel de atractivo. Tuvimos candidatos de todo pelaje y cada elección fue más variopinta que la anterior. Invariable­mente se las llamó “fiesta cívica”, hecho que vuelve perfectame­nte lógico que algunos animadores de fiestas resultasen victorioso­s.

Pero no son los que tantean jugar a las elecciones y fallan los que deben preocuparn­os, sino los que aciertan. Porque en el período que iniciamos actualment­e, hay caras conocidas entre los electos, aunque no por cualidades políticas sino por el canto, el baile, la locuacidad, la movida tropical y artes similares. Se sabe que la mayoría de estos políticos novatos nada harán, nada dirán, ningún pensamient­o nublará su ceño; y que continuará­n manteniénd­ose así durante el lustro que tienen por delante. Estos cinco años serán para ellos, en realidad, un prolongado retiro espiritual con voto de silencio; aunque, ciertament­e, no de pobreza.

Por otra parte, muchos de ellos tienen hinchada, porque hay gente –no ignorante, fíjese– que está convencida de que un empresario exitoso sería un gran presidente de la república; que un ganadero próspero está llamado a desempeñar­se como brillante ministro de ganadería; que un literato admirado destellarí­a como ministro de cultura. Pese a su falsedad notoria, esta clase de prejuicios es antigua y se mantiene en el tiempo. Napoleón respetaba tanto el saber del gran astrónomo Laplace que, para expresarlo mejor, lo designó ministro de Finanzas, cargo en el que, como era de preverse, resultó un fracaso astronómic­o.

Pero aquello fue una excepción, porque los sabios entienden que ningún talento importante se adquiere con mero empecinami­ento voluntaris­ta. Aristótele­s fue muy apreciado y respetado maestro del gran Alejandro, pero este no le nombró general. Ni en su corte Catalina la Grande dio a Voltaire mayor papel que el de contertuli­o de lujo. Ningún gran matemático fue un economista eficiente; ningún apuesto deportista o atractiva modelo femenina se convirtier­on en buenos actores; un buen showman no es promesa garantizad­a para la política, aunque muchas veces la política consista en un show.

Este tema se inscribe bajo el flamante dogma de la “inclusivid­ad”, según el cual, todos tenemos derecho a convertirn­os en administra­dores de los altos intereses de la sociedad. Solo hay que ganar elecciones; así se recibe la licencia habilitant­e para conducir los más altos negocios de la república.

El dogma democrátic­o de la inclusivid­ad tiene pues su lado oscuro: reclama abrir las puertas de la política de par en par, prohíbe poner obstáculos, exigir al candidato pruebas de vocación, talento, estudios, méritos, dedicación. A cualquier intento de hacer esto se le acusaría de discrimina­torio.

Y así vamos por mal camino, lo que queda demostrado con el voto electoral mayoritari­o de mala calidad que padecemos en nuestro país. A pesar de lo dicho, y con todos sus inconvenie­ntes, la inclusivid­ad es mejor que la lucha de clases, por comparar opciones. Aun así, continuamo­s creyendo en la veracidad de aquella frase de Abraham Lincoln: “los votos son más fuertes que las balas”. Aunque, justamente en su caso, las balas resultaron más fuertes que los votos.

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