El abecedario del diablo
MADRID. Salimos de una para caer en otra. A los golpes, a trompadas de un estudiante mayor del bachillerato a otro más pequeño de un curso inferior que tuvimos hace unas dos semanas, ahora se suma el hallazgo de un nuevo juego: “El abecedario del diablo”. El objetivo: causarle daño al compañero sin que parezca una agresión sino simplemente el resultado de un juego arriesgado. Aparentemente surgió aquí en España, entre estudiantes del bachillerato, pero las cosas malas inmediatamente encuentran eco y se registran réplicas en uno y otro sitio.
El juego es muy sencillo. El jugador uno pone las manos abiertas sobre una mesa o lo que sea. El jugador dos se pone enfrente y comienza a recitar el abecedario. A cada letra que dice, el jugador uno tiene que decir una palabra que comience con esa letra. Mientras tanto, el jugador dos le araña el reverso de las manos ya sea con las uñas, con una tijera, con algún instrumento punzante. A medida que va pasando el juego, el ritmo de las preguntas y las respuestas van creciendo, al tiempo que crecen también los arañazos que, por ser tan repetidos, terminan causando heridas que pueden llegar a ser importantes.
El hecho de que este tipo de juegos haya existido desde tiempos inmemoriales no lo hacen justificables. En el Imperio Austrohúngaro los estudiantes de aquellos institutos donde se mezclaba la educación académica con la militar, se herían, y a veces gravemente, jugando con floretes. Algo habrá tenido que ver este tipo de educación con el posterior estallido de la Primera Guerra Mundial y el hundimiento de dicho imperio.
Pienso que estos juegos son propios y característicos de sociedades enfermas. Y el sistema educativo es, al mismo tiempo, causa y efecto de esa enfermedad según se vayan planteando las situaciones. Como sucede en nuestro país, donde la educación ha sido bastardeada por prácticas políticas execrables y donde se puso por delante los intereses de un sistema esencialmente corrupto, como es el que nos gobierna, antes que la necesidad de formar sanamente a los jóvenes.
Creo que voy a cometer una infidencia, pero quiero recordar que varios años atrás, un sobrino mío que se encontraba en un campamento organizado por su colegio, tenían sus ritos iniciáticos: se elegía a un compañero, se lo tiraba al suelo y se lo pegaba y pateaba de manera inmisericorde. El que más tiempo aguantaba sin protestar ni pedir que pararan, ese era el mejor. Mi sobrino fue uno de los mejores. Lastimosamente con tantos golpes y patadas le rompieron el bazo, un órgano de vital importancia porque es el que permite la formación de los linfocitos relacionados con nuestro sistema inmunológico. De no haber sido por un amigo, que se dio cuenta de que algo no funcionaba bien y lo trajo de urgencia a un sanatorio de Asunción, hubiera muerto de la hemorragia. Pero el pacto de silencio se cumplió y aquí no pasó nada.
Es innegable que nuestro sistema educativo debe cambiar. Pero el cambio tiene que ser integral, no solo relacionado con los contenidos y las técnicas pedagógicas, sino también con la concepción del mundo que se les transmite a los alumnos. Mientras sigamos alentando una sociedad basada en el odio al otro, en la intolerancia, en el desprecio hacia la inteligencia seguiremos jugando al “Abecedario del diablo” y practicando, con orgullo, otras varias formas de violencia.