Justicia chapucera
Rolando Niella
Me parece oportuno recordar que los cincuenta y tres diputados que, “salvando” al diputado Ibáñez, se ensuciaron irremediablemente a sí mismos y al Parlamento, no habrían podido hacerlo si el juez y la fiscal que atendieron el caso hubieran hecho su trabajo como corresponde. El mayor problema del Paraguay es la justicia.
Tomando el juicio sobre los trágicos sucesos de Curuguaty como ejemplo principal, pero no único, el pasado martes el editorial de este diario, titulado “La justicia ha tocado fondo” ofreció un panorama del calamitoso sistema judicial que padecemos los paraguayos: sumiso al poder político, corrupto y tan ineficiente que solo se lo puede calificar de inepto.
Resultaría cómica, si no fuera calamitosa, la desastrosa sucesión de bufonadas con que magistrados, para colmo de alto rango, han convertido un proceso judicial especialmente sensible, tanto porque arrojó un saldo sangriento de víctimas mortales como por su contenido político, en un disparate. Han logrado lo imposible: tanto la sentencia condenatoria como la absolutoria son azarosas e injustificadas y de ninguna manera convincentes.
Visto desde la perspectiva de un ciudadano común: Hubo disparos y muertos, así que el delito existió y alguien lo cometió. ¿Cómo puede llegarse, sobre la base de los resultados de la misma investigación fiscal, a dos sentencias tan diametralmente opuestas una con máximas penas y otra con absolución? Es inexplicable y escandaloso; por lo visto ni siquiera leen las sentencias que firman.
Otro punto incontrovertible: Si los acusados son inocentes se comieron siete años de prisión injustificable. Si los acusados son culpables el Estado terminará premiándolos con una indemnización. En ambos casos los responsables de la balacera y culpables de las muertes estarán libres y engrasando las armas para la próxima ocasión propicia, razonablemente seguros de que podrán provocar otra masacre cuando quieran y donde quieran, sin pagar las consecuencias.
Como decía al principio: Curuguaty es un caso ejemplar y especialmente sensible, pero no es único, sino producto de un sistema judicial del que ya no se sabe si es más escandalosa su corrupción, su incompetencia o su inhumana insensibilidad tanto con los acusados como con las víctimas.
De su insensibilidad con los acusados da probada cuenta el hecho de que, según cifras oficiales, casi el setenta por ciento de la población carcelaria de nuestro país esté presa sin sentencia, así que su culpa no ha sido probada y son “presuntos” culpables que están tras rejas muy nada presuntas, sino muy reales.
De su insensibilidad con las víctimas da testimonio irrefutable, por ejemplo, la indefensión de quienes padecen de violencia familiar o la enorme cantidad de criminales reincidentes que, cuando son detenidos, resultan estar beneficiados por “medidas sustitutivas de prisión” que aprovechan, pistola en mano, cometiendo nuevos delitos.
De su falta de valor y determinación para castigar los delitos de los poderosos son prueba irrefutable los numerosos parlamentarios y funcionarios de alto rango imputados cuyos procesos están paralizados, y hasta culpables confesos, como Ibáñez, a los que se “perdonan” sus fechorías con un ridículo simulacro de castigo.
De corrupción ni hablemos: si las cárceles están llenas de personas cuya culpa no ha sido probada ni su sentencia dictada por ningún otro juez que el “magistrado desidia”; no solo en las calles sino hasta en el Congreso Nacional hay delincuentes a los que la justicia prefiere no molestar aunque existan pruebas abrumadoras de sus delitos.
No es la primera vez ni será la última que lo repito: si la justicia funciona, una nación puede hacer frente a un parlamento desastroso, puede lidiar con funcionarios corruptos ya sean electos o nombrados, puede sobreponerse a una o varias composiciones desastrosas del Ejecutivo. En cambio ninguna nación puede sostener un sistema democrático y consolidar un Estado de Derecho con una justicia lenta, cara, corrupta, chicanera, inepta, timorata y chapucera.