La soberbia y la indignación
Rolando Niella
¿Es que no aprenden nunca? Ya en más de una ocasión han tenido que escapar, como alimañas aterradas, por puertas traseras y garajes. Ya muchos de ellos han sido declarados personas no gratas por los dueños de variados negocios. Ya unos cuantos han sido expulsados de restaurantes y comercios por el abucheo de los clientes. Ya en una ocasión se prendió fuego a la sede del Congreso Nacional. ¿Qué más señales de furia necesitan?
Más aún que el latrocinio, más aún que el abuso de poder, más aún que los privilegios injustificables, más que el nepotismo, más que la corrupción, más aún que el descaro con que se han constituido en una casta privilegiada e intocable ha sido la insoportable soberbia el mayor detonante de la indignación ciudadana.
Escuché con absoluta incredulidad a José María Ibáñez no pedir humildemente perdón, sino reclamarlo en tono acusatorio, furioso y ofendido, como si el perdón fuera un derecho inalienable que pueden reclamar los delincuentes… “¿Y por qué no –habrá pensado– si ya he obtenido ese perdón de la fiscalía, de la justicia y de mis pares?”.
Ahí está el problema y por eso salieron a la calle los ciudadanos: los fiscales no están para acusar, sino para perdonar; los jueces no están para sentenciar, sino para perdonar; la Corte Suprema no está para dirimir, sino para perdonar; la mayoría de los legisladores no están para expulsar de sus filas a los ladrones, sino para perdonarlos con sus votos o con vergonzosas abstenciones, aún más graves por la cobardía que implican.
Ni hablemos de los partidos políticos que no solo perdonan, sino que descaradamente premian a sus corruptos y delincuentes con lugares privilegiados de las listas sábana, garantizándoles cargos electivos, como si en lugar de una vergüenza y una mancha para la imagen del partido fueran su mayor tesoro, los favoritos de las cúpulas partidarias: y ahí están los Portillo, los Daher, los Bogado, los Oviedo, etc., etc., etc.
La estrategia de los (¿nuestros?) legisladores es de larga data: hacer lo que les viene en gana, por muy indecente que sea, sin preocuparse de la opinión de los ciudadanos (“la gente común”, diría Portillo), aguantar la andanada de críticas y esperar que el cansancio y olvido lleve todo al oparei. No han entendido que vivimos en un mundo hiperconectado en el que ya no hay olvido, todo está en internet y las redes sociales.
Por otra parte, han subestimado y pasado por alto algo fundamental: el defecto más imperdonable para el paraguayo promedio es la soberbia. Los que entienden la idiosincrasia del pueblo paraguayo evitan la soberbia aún si sus méritos son sobresalientes. Escritores geniales como Roa Bastos, artistas talentosos, deportistas destacados, científicos brillantes, si tienen soberbia suelen ser lo bastante inteligentes para disimularla.
Nuestros políticos, por el contario, exhiben con total impudicia su soberbia, aunque los únicos méritos de los que puedan ufanarse sean su analfabetismo, su matonismo y los insultantes privilegios que los mantienen por encima de la ley y más allá del alcance de la justicia.
La ciudadanía salió a la calle porque no tuvo otro remedio, ante unos Poderes del Estado que, en lugar de vigilarse unos a otros, se revuelcan en una complicidad denigrante que ha sumido en el abandono a esa “gente común” (a la que me enorgullezco de pertenecer). Ese abandono, ese abuso, ese menosprecio por los ciudadanos de a píe es combustible de los escraches; pero la impúdica y descarada soberbia de los corruptos ha sido el detonante.