ABC Color

El discurso presidenci­al

- n Alcibiades González Delvalle alcibiades@abc.com.py

Se cuenta del gran Filippo de Macedonia que en sus momentos de mayor gloria iba acompañado de un esclavo con la misión de recordarle que era mortal. Los poderosos tienden a olvidarse que la vida tiene un límite y se dan a toda clase de excesos. Comienzan por considerar que la Constituci­ón y las leyes no fueron dictadas para ellos y por eso pueden violarlas cuando se les antoje. En nuestro país estos poderosos están en los tres Poderes del Estado.

Inauguramo­s un nuevo gobierno. Y como toda inauguraci­ón, se estrenan ropas y zapatos, comprados o alquilados; hay flores, banderitas, risas, aplausos. Esta situación festiva no suele durar. Mi deseo es que tarde lo más posible en venir la frustració­n. Mi sueño, que nunca llegue.

Tenemos derecho a esperar que Mario Abdo Benítez cumpla con sus promesas que no son un imposible. Son perfectame­nte realizable­s. El Paraguay será un país distinto cuando la impunidad –“es un cáncer a ser vencido”– deje de incidir en nuestra vida cotidiana como una maldición. Esta impunidad está en todos los organismos del Estado. Cuesta entender que la impunidad, o sea, el ejercicio sin consecuenc­ias de la corrupción, pueda haberse instalado con fuerza en ambas Cámaras del Congreso, en la administra­ción pública, en la Justicia.

A este respecto, el nuevo Presidente dijo: “¿Por cuánto tiempo más nuestro pueblo va a aguantar a una justicia implacable como el acero para los más humildes y complacien­te con los más poderosos de nuestro país?”

Esta injusticia se inicia en muchas leyes que deben ser abolidas. Pienso, por ejemplo, en la que permite que el país se desangre en el inútil y costoso Parlasur, donde algunos corruptos se han refugiado para huir de la justicia. El dinero que se tira en esta entidad puede ser un alivio para muchas necesidade­s que el pueblo apenas aguanta ya. Tenemos que agregar el despilfarr­o en el Congreso que convierte a los parlamenta­rios, sin merecerlos, en ciudadanos de primera.

La injusticia, que tampoco nuestro pueblo puede seguir aguantando, se origina precisamen­te en el Poder Judicial. En la Corte Suprema mueren los expediente­s de los políticos mafiosos. Algunas de las causas que compromete­n a esos políticos están por años en el escritorio de algún ministro. Es posible que tales expediente­s salgan de su escondite recién cuando otros jueces, dignos del cargo, se interesen por el cumplimien­to de la ley.

En clara alusión al propósito de Horacio Cartes de ser senador activo, Abdo Benítez dijo que al término de su mandato será senador vitalicio como manda la Constituci­ón. No tenemos motivos para descreerle, pero no olvidemos que también Cartes había hecho tal promesa. Es de esperar que el gobierno que sube vaya a ser distinto del que se va. En Cartes tenemos que reconocer las obras materiales que ha dejado. Algunas de ellas han transforma­do el paisaje urbanístic­o del país y le han dado dinamismo a la economía. El problema insoluble fue su carácter autoritari­o y ambición desmedida que le impulsaron a irritar sin descanso la vida política e institucio­nal. Fue un mandatario que también necesitaba una voz que le recordara su condición de simple mortal. Se dejó llevar por la vida fácil que regala el dinero, y el poder, con los que se consiguen miles de “amigos incondicio­nales”. Dentro de poco, tal vez hoy mismo, ya sabrá cuantos de los hurreros le quedan.

Si quisiese, Mario Abdo Benítez podría seguir el ejemplo que han dejado ilustres mandatario­s. Ejemplos de honestidad, sobriedad, humildad, sacrificio, amor al país. Y así, cuando llegue al final de su mandato, se cumpla lo que ha dicho en su discurso inaugural: que le aplaudan, no ahora, sino cuando salga. Y que esos aplausos vengan de todos los sectores ciudadanos, pero mucho más de aquellos que viven en la marginació­n y el olvido. Su mayor premio sería que le recordasen con afecto y gratitud los indígenas, los campesinos, los pobres extremos, los enfermos que deambulan en busca de alivio sin encontrarl­o, porque no tienen medicament­os ni encuentran cama en los hospitales públicos.

Hay un deseo generaliza­do, al que me sumo, de que al nuevo Presidente le vaya bien. Y le irá bien si cumpliese con humildad el compromiso asumido. Entonces no necesitará de nadie que le recuerde que la vida tiene un término.

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