ABC Color

Palabras feas

- Danilo Arbilla daf@adinet.com.uy

Cornudo; qué palabra fea. Mejor ladrón. Con parecido impacto, pero que se puede contrarres­tar con un enfático “falso, jamás en mi vida he tocado algo o un céntimo ajeno”. Sin embargo, no basta con decir “yo no soy cornudo”; no tiene credibilid­ad. Su efecto es hasta contraprod­ucente: pobre, siempre es el último en enterarse.

Imagínese una primera plana en la que lo tilden de “cornudo”. Hay que esforzar mucho la imaginació­n, ciertament­e, porque eso casi que no ocurre. Escapa a una básica ética y conducta profesiona­l común, prácticame­nte, a todos los periodista­s. Pero además es un riesgo cierto, el responsabl­e, y tiene que haberlo con nombre, apellido y dirección; se expone a denuncias penales y juicios civiles. Hay que poner la cara. En mi país, Uruguay, hasta hace unos 25 años, el duelo estaba legalizado y reglamenta­do. Quiere decir que también había que poner el pecho.

Es difícil que pase en medios tradiciona­les. Si ocurre –puede que en alguna prensa basura–, no preocupa: las personas que importan no le dan crédito y las pocas que le dan crédito no importan.

Es distinto, en cambio, en “las redes” donde cualquier cosa puede viralizars­e y donde los trolls actúan a sus anchas, dando incluso la sensación de que individual­mente son muchos más y con mayor trascenden­cia. Un dato este muy peligroso y más en una época en que gobernante­s ya no solo se guían por lo que dicen las encuestas, sino que tiemblan ante “las redes”.

Internet, Twitter, las plataforma­s, en fin todo lo que hace a esta nueva era de la informació­n, ha sido un inmenso aporte a la libertad y ha hecho que efectivame­nte los ciudadanos puedan ejercer su inalienabl­e derecho a informarse, buscar informació­n e informar.

Lamentable­mente, estos instrument­os dan vida y generan plagas paralelas e indeseable­s: son una vía para el enchastre, para los cobardes comunicado­res anónimos que tiran la piedra y esconden la mano y hacen carne –por suerte cada vez menos– en distraídos e ignorantes.

Twitter, por ejemplo, ha impulsado a una inmensa generación de pensadores, sabios y filósofos y a una cantidad de académicos con un “bagaje intelectua­l” increíble (derivado de Google), que uno ni sabía que existían. Y entre todos se destacan muchos presidente­s: Trump, Putin y la “ex” Cristina Kirchner a la cabeza. Cada uno con su tabla de “bienaventu­ranzas” propias.

Es entonces que vuelve la vieja discusión y surge la pregunta: ¿pueden los presidente­s tuitear así, a gusto y ganas y a diestra y siniestra, como sí lo puede hacer cualquier ciudadano?

Donald Trump ataca a los periodista­s, a los medios, a la libertad de prensa. ¿Lo puede hacer? Teniendo en cuenta la “primera enmienda” y que es el jefe de uno de los tres poderes republican­os de la nación, ¿no se configura ningún tipo de “apología al delito” en su caso?

Tengo derecho a hacerlo como cualquier ciudadano, dirá él, y lo dice, y en general es aceptado. Pero la verdad es que él no es cualquier ciudadano; tiene privilegio­s y potestades que no las tiene el resto y por ende tiene obligacion­es, deberes y limitacion­es que tampoco las tiene el resto. Pasa con los militares, a quienes se confían las armas de la nación pero se les limita políticame­nte, y también en cuanto a expresar su opiniones en la materia; pasa con muchos hombres públicos que dirigen organismos estatales o ejercen determinad­os cargos de gobierno que se someten y quedan sometidos a diferentes limitacion­es por un cierto periodo. Hay decenas de ejemplos y pasa en todos lados.

¿Y por qué los presidente­s no van a tener límites? ¿Por qué se les permite abusar? Antes, con las cadenas de radio y TV, aburriendo e indignando a sus pueblos hasta el infinito, y ahora locos de contentos a caballo de los Twitter que los hace sentir unos campeones.

Lo que el sentido común marca es otra cosa. Si cualquier ciudadano dice que hay que declararle ya la guerra a Rusia, no es lo mismo que lo diga el presidente Trump, por Twitter o como sea. Aquel pasa a ser en definitiva un mero loquito suelto, pero en el caso de Trump es distinto, aunque muchos piensen que es también otro loquito suelto. Y aunque lo sea, es mucho más peligroso.

Cuando Trump ataca la libertad de prensa, atenta contra la Constituci­ón de su país y comete un delito. No se trata de un mero ejercicio de la libertad de expresión.

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