ABC Color

La política y la verdad

- J. Eduardo Ponce Vivanco*

En tiempos dominados por el convencimi­ento de que nuestra sociedad está corroída por la corrupción es vital que los políticos —ciudadanos públicos, a diferencia de nosotros— sean consciente­s de la importanci­a vital de predicar con el ejemplo. De no mentir tan mal como lo hacen. De tener presente que son juzgados por “los de a pie” a partir de sus actos, mucho más que de sus dichos. Porque son sus actos los que demuestran si cumplen lo que predican con la palabra; si aplican para ellos la misma vara con la que miden a los otros; si se rasgan las vestiduras por sus propias transgresi­ones o solo por las ajenas; o si la hipocresía está entre sus vicios principale­s, como parece. Son esos actos los que nos permiten saber “quién es quién” en esa casta tan venida a menos.

La corrupción es un problema de moralidad individual y social íntimament­e vinculado con el respeto a la verdad. Con la decisión de actuar bien o mal en una situación determinad­a, y de asumir honorablem­ente las consecuenc­ias. Claro que se puede optar por mentir, encubrir, inventar, exagerar u ocultar la verdad por convenienc­ia. Pero si los políticos se dedican a la vida pública y a competir por el poder con sus oponentes, están obligados a saber presentar la verdad adecuadame­nte, pero sin mentir. Su éxito personal y la aceptación del gobierno o partido que representa­n dependen de la credibilid­ad y respeto que ganen —o pierdan— por sus actos.

Es imperativo desterrar el puritanism­o maximalist­a que cataloga como “mentirosos” a quienes mienten alguna vez y condena como corruptos a quienes hemos comprado una película copiada por informales. Lo “políticame­nte correcto”—tan diferente de “lo correcto”— no puede desligarse de las circunstan­cias que colorean el variado contexto en que se adoptan actitudes y toman decisiones políticas.

La percepción certera o realista de esa instantáne­a fotográfic­a determina los límites de la (virginal) “transparen­cia” en un ambiente secuestrad­o por la desconfian­za absoluta. Un ambiente signado por la brutal polarizaci­ón política en el que priman el maniqueísm­o y la paranoia, alimentado­s por culpabilid­ades e inocencias establecid­as a priori y fabricadas sobre la base de imágenes prefigurad­as que identifica­n a unos con el mal y a otros con el bien. Clichés e imágenes construido­s para ser referentes de la política, aunque estén moldeados por el barro de la mala fe y la convenienc­ia. Referentes que determinan alianzas y enemistade­s que ignoran el interés colectivo, en desmedro de la salud y desarrollo de la Nación.

Bajo este prisma deleznable se ha construido una política que vive para sí misma. Una política para los políticos. Viven tan ensimismad­os con su juego de espejos que no pueden asumir que su actividad ya no interesa al común de los mortales. Y en buena hora, porque a ello se debe que el país siga creciendo, y que sus mejores indicadore­s económicos sean la demanda y el consumo internos, no los precios internacio­nales de los minerales que exportamos.

Aunque sea ilusorio, una verdadera reforma política debería comenzar por un cambio fundamenta­l en la actitud y el compromiso de nuestros políticos con el Perú que todos queremos. [©FIRMAS PRESS]

*Diplomátic­o peruano.

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