ABC Color

La vida soñada de los ángeles

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Gina Montaner*

Hace unos años empleé el mismo título para escribir sobre mis dos abuelas. Lo tomé de un filme francés dirigido por Erik Zonka que relata la dura vida de dos muchachas obreras.

En aquel entonces, a modo de homenaje a Manola y Perla, que fueron emprendedo­ras en Cuba y luchadoras en el exilio, las igualé a esas dos mujeres que anhelan escapar del corsé de las clases sociales. Ese fatal determinis­mo que nos condena o nos eleva dependiend­o de la cuna en la que nacimos.

Siguiendo la audiencia ante el comité judicial del Senado en la que el pasado jueves testificar­on el juez Brett Kavanaugh, nominado por el presidente Trump a la Corte Suprema, y la profesora Christine Blasey Ford, la mujer que lo acusa de haberla asaltado sexualment­e hace más de tres décadas cuando eran menores de edad, nuevamente pensé en La vida soñada de los ángeles. Pero en esta ocasión no se trató de mis abuelas o los personajes de Isa y Marie en la ciudad industrial de Lille. Viendo a la presunta víctima y a su presunto agresor relatando cada uno su versión de lo que sucedió en la casa de una acomodada zona residencia­l de Maryland, me vinieron a la mente Ruth Bader Ginsburg y Sonia Sotomayor, dos de las tres mujeres que forman parte de la más alta instancia del Poder Judicial en Estados Unidos.

En 2014 Sotomayor publicó Mi mundo adorado, sus memorias sobre su infancia de nuyorican en el Bronx; la oportunida­d que tuvo, gracias a la Acción Afirmativa, de estudiar becada primero en Princeton y después en la facultad de derecho de Yale; y su brillante trayectori­a hasta ser nominada en 2009 por el expresiden­te Barack Obama a la Corte Suprema. Así fue como Sotomayor se convirtió en la primera mujer latina en ocupar tan alto cargo.

Cuando compré su libro temí, tal vez por el título más bien blando, que serían unas memorias aburridas. Qué sorpresa me llevé cuando, desde el principio, no podía evitar las lágrimas leyendo las evocacione­s llanas y sinceras de aquella chiquilla que nació en un hogar pobre, con un padre bueno pero alcoholiza­do y una madre laboriosa y exigente. En aquel barrio de viviendas subsidiada­s donde la droga destruía a la juventud, Sonia Sotomayor, tímida, aquejada de diabetes infantil y huérfana de padre a temprana edad, sobresalió como una terca amapola en el erial. Era la chica más estudiosa del colegio y su porvenir era prometedor.

Si algo caracteriz­a a Sotomayor es su humildad y el espíritu campechano de un corazón con arraigo en la isla de sus amores. Basta leer acerca de su llegada a Princeton, una universida­d elitista donde en aquellos tiempos una jovencita del Bronx era una novedad. Sotomayor recuerda cómo por primera vez allí vio un sofá sin la protección de plástico para que durara años. Y comprendió rápidament­e que la brecha entre su formación –sin viajes al extranjero, campamento­s de verano o biblioteca en el hogar– y la de sus compañeros, la mayoría blancos adinerados, era abismal. Había sido admitida por medio de una beca para minorías y se juró que acortaría las distancias a fuerza de superación. Su sacrificio dio frutos.

Este año vi con inmenso gusto el documental RBG, dedicado a la vida de Ruth Bader Ginsburg, pionera en una Corte Suprema dominada por hombres blancos. Ruth Bader Ginsburg y Sonia Sotomayor pertenecen a generacion­es distintas, pero sus historias tienen similitude­s: provienen de familias de inmigrante­s. Ambas se criaron en barrios de minorías en Nueva York. Desde pequeñas se les exigió excelencia académica.

Años antes que Sotomayor, Bader Ginsburg despejaría el camino para las mujeres. Temas espinosos como la igualdad en el matrimonio y el derecho al aborto fueron cruzadas para esta mujer introverti­da que contó con el apoyo de un esposo (también abogado) que se ocupó de la intendenci­a de la casa y los hijos para que ella llegara a lo más alto.

Sonia Sotomayor y Ruth Bader Ginsburg. Dos mujeres ejemplares (que no perfectas) en un mundo dirigido principalm­ente por hombres. Pensé en ellas cuando Brett Kavanaugh, entre la rabia malamente contenida y la prepotenci­a, negaba enfáticame­nte haber asaltado sexualment­e a Christine Blasey Ford cuando eran dos adolescent­es del círculo de colegios privados en los suburbios de Washington D.C. que en verano coincidían en el club de campo. A pesar de la grave acusación que pesa sobre el magistrado, en ningún momento Kavanaugh se inclinó a favor de una investigac­ión independie­nte que podría despejar las dudas sobre su pasado.

Es posible que Brett Kavanaugh se libre de los escollos y ocupe un puesto vitalicio en la Corte Suprema. En el olimpo lo esperan dos raras avis. Así es la vida soñada de los ángeles. [©FIRMAS PRESS]

*Twitter: @ginamontan­er

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