Contraloría, un palo en la rueda en la lucha contra la corrupción.
La Contraloría General de la República, que adquirió rango constitucional en 1992 para vigilar las actividades económicas y financieras de las entidades públicas, ha hecho muy poco en estos 26 años para cumplir con su importante misión, hasta el punto de que ella misma ha sido afectada por la podredumbre del sector público. Es sabido que allí se trafica con influencias para que cierre los ojos ante malversaciones o enriquecimientos ilícitos y que un par de contralores han sido procesados por delitos cometidos en el ejercicio del cargo. Su propio titular, Enrique García, está imputado por producción de documentos no auténticos y uso de documentos públicos de contenido falso, que habría perpetrado en su época de director jurídico de la Municipalidad de Asunción. Es inadmisible que el Senado aún no lo haya destituido mediante juicio político, porque no tiene la autoridad moral suficiente para permitir que se eche un ojo al patrimonio de muchos legisladores que lo designaron como contralor o pueden destituirlo. En estas condiciones, la Contraloría se convierte más bien en un palo en la rueda antes que en un instrumento para combatir la corrupción.
La Contraloría General de la República, que adquirió rango constitucional en 1992 para vigilar las actividades económicas y financieras de las entidades públicas, tiene este año un presupuesto de más de 146.000 millones de guaraníes y unos 300 funcionarios. Como no está mal dotada en cuanto a recursos humanos y materiales, se habría podido esperar que cumpliera con su función de tal modo que el latrocinio y el derroche fueran minimizados. Es evidente, sin embargo, que en estos últimos 26 años ha hecho muy poco para cumplir con su importante misión, hasta el punto de que ella misma ha sido afectada por la podredumbre del sector público. Es sabido que allí se trafican influencias para que cierre los ojos ante malversaciones o enriquecimientos ilícitos y que un par de contralores han sido procesados por delitos cometidos en el ejercicio del cargo. Por su parte, el actual –Enrique García– está imputado por producción de documentos no auténticos y uso de documentos públicos de contenido falso, que habría perpetrado antes, como director jurídico de la Municipalidad de Asunción. Fue, presuntamente, para ocultar que no apeló un fallo arbitral que condenó a dicho órgano al pago de 3,6 millones de dólares a la firma Ivesur SA. Es inadmisible que el Senado aún no lo haya destituido mediante juicio político, habiendo sido acusado por la Cámara Baja el 14 de marzo de este año por la comisión de delitos y mal desempeño de sus funciones. Su destitución es requisito ineludible para que pueda ser procesado por los hechos punibles antes referidos. Entretanto, García sigue al frente de un organismo que se ha dedicado en los últimos meses a cohonestar las actuaciones de personajes que, según todos los indicios, se han valido de un cargo público para llenarse los bolsillos. Si ya resulta escandaloso que quien debe velar por el buen uso del dinero de todos esté sospechado por el Ministerio Público, el hecho de que además se ocupe de “blanquear” a presuntos delincuentes implica un encubrimiento liso y llano. Uno de los beneficiados por la Contraloría es el exsenador colorado Óscar González Daher, recluido tras haber sido imputado por los delitos de enriquecimiento ilícito, lavado de dinero y declaración falsa. En efecto, haciendo suyas las conclusiones de su propio perito e ignorando un informe clave de la Seprelad, el órgano dictaminó que “existe correspondencia entre los bienes declarados y los ingresos obtenidos” por el magnate luqueño que solo tenía una cuenta en el Banco Nacional de Fomento, donde se le depositaba su dieta. Eso sí, creyó oportuno consignar que el susodicho –dueño de una colección de vehículos lujosos– no reportó un automóvil Mercedes-Benz, modelo 1999. Cumpliendo con su deber, los agentes fiscales René Fernández y Liliana Alcaraz hicieron caso omiso del dictamen de favor. El hoy senador colorado Javier Zacarías Irún también conoció la benevolencia de la Contraloría, pues el Ministerio Público desestimó una denuncia contra el potentado esteño por el delito de enriquecimiento ilícito, aceptando la opinión del organismo contralor de que el aumento “considerable” entre la primera declaración jurada de bienes (1.093 millones de guaraníes) y la tercera (2.747 millones), teniendo un ingreso promedio de 347 millones de guaraníes, ¡derivó de la compra de inmuebles “a través de una herencia familiar”! Felizmente, el Ministerio Público ha recapacitado y abierto una investigación sobre enriquecimiento ilícito, lavado de dinero y asociación criminal con respecto a quien nunca creyó necesario pagar el impuesto a la renta personal. También el extitular del Indert Justo Cárdenas sostiene que la Contraloría llegó a la conclusión de que existe una correspondencia entre sus bienes y sus ingresos declarados, pese a que en cinco años, con un salario inferior a los seis mil dólares mensuales se hizo de un patrimonio de cerca de cinco millones de dólares. Está siendo investigado por enriquecimiento ilícito desde 2017 por la Fiscalía de Delitos Económicos y Anticorrupción, que ya detectó in situ sus multimillonarias inversiones en una estancia allanada en Pirayú. La Contraloría no solo se ha ocupado de dar el visto bueno a la fortuna acumulada por esos “peces gordos” de la política, sino también a la que lograron los “peces chicos” del funcionariado. Es el caso de los aduaneros que han demostrado un notable talento para multiplicar su patrimonio con el salario que perciben. Uno de ellos es Luis Roberto Pintos, dueño de 4.300 millones de guaraníes, obtenidos al cabo de solo tres años: el órgano fiscalizador le reconoció “otros ingresos”, de unos diez millones de guaraníes mensuales, que el funcionario obtuvo de negocios montados tras ocupar la jefatura de Riesgos de la Dirección Nacional de Aduanas. O sea que los bienes declarados por él se ajustarían a sus ingresos, aunque no haya reportado un “spa” ni un inmueble valuado en 800 millones de guaraníes, que puso a nombre de su esposa. Lo brevemente referido basta para ilustrar que la Contraloría no se destaca por perseguir a los corruptos de tomo y lomo, sino más bien por ser muy indulgente con ellos, por decir lo menos. No es raro que así sea, ya que ni siquiera ella escapa a la podredumbre reinante, lo que constituye una trágica paradoja: el mismo órgano encargado de perseguir a quienes se enriquecen robando en la función pública es un campo propicio para las fechorías. Tampoco falta un detalle grotesco: su directora de Declaraciones Juradas, Analy Valiente, es justamente esposa del hoy senador Dionisio Amarilla, el mismo que supo sacarle el jugo a su cargo de administrador de la Universidad Nacional de Asunción (UNA) antes de convertirse en legislador. Hay buenos motivos para temer que también este genio financiero será “blanqueado” por la Contraloría. A propósito: Enrique García sigue negándose a entregar a un periodista de este diario una copia de las declaraciones juradas de quienes ocuparon los más altos cargos entre 1998 y 2017, y no precisamente porque le importe mucho la ley, sino porque no tiene la autoridad moral suficiente para permitir que se eche un ojo al patrimonio de muchos legisladores que lo designaron como contralor o pueden destituirlo, algo que deben hacer cuanto antes. En estas condiciones, la Contraloría, con Enrique García como titular, se convierte más bien en un palo en la rueda antes que en un instrumento para combatir la corrupción. Esta situación no debe tolerarse un minuto más.