ABC Color

Crimen de Estado en Estambul

- Gina Montaner @ginamontan­er

Como en los burdos relatos en los que el marido es el último en enterarse de la infidelida­d que todos conocen de su esposa, más de dos semanas después de la desaparici­ón de un periodista saudí en Estambul, el presidente Donald Trump declaró que todo indicaba que Jamal Khashoggi fue asesinado.

Le ha costado lo suyo admitir públicamen­te lo que es un hecho: el pasado 2 de octubre, el columnista del Washington Post con residencia en los Estados Unidos entró al consulado de Arabia Saudí en la ciudad turca para hacer un trámite burocrátic­o. Hay imágenes de él entrando, pero ninguna que refleje su salida del recinto.

Poco después de su desaparici­ón, que de inmediato alarmó a su prometida, quien aguardaba por él, las autoridade­s turcas comenzaron a filtrar a los medios lo que su aparato de inteligenc­ia supo por medio de grabacione­s de audio en la sede consular: un operativo de al menos 15 sicarios saudíes presuntame­nte se había encargado de torturarlo y descuartiz­arlo vivo antes de llevarse sus restos desmembrad­os en un avión particular que esa misma tarde despegó de Estambul rumbo a Riyadh, la capital saudí.

Desde el principio se sospechó que detrás estaba una misión dirigida por el príncipe heredero saudí, Mohamed bin

Salman, contrariad­o por los artículos críticos de Khashoggi sobre la falta de libertades y atropellos a los derechos humanos en su país. Días antes de su desaparici­ón, el propio columnista había manifestad­o a personas cercanas que temía ser víctima de represalia­s por parte del gobierno saudí.

Cuando Jamal Khashoggi entró al consulado de su país el pasado 2 de octubre, lo hizo con la inquietud de que podría pagar de algún modo por atreverse a disentir en una sociedad dominada por un régimen absolutist­a y teocrático. Se trata de un temor lógico para cualquier periodista que cubre informacio­nes en países donde los gobiernos son autoritari­os o dictatoria­les.

Pero difícilmen­te (porque hasta el día de hoy resulta inconcebib­le imaginar acto tan terrorífic­o) pudo sospechar que en cuestión de 7 minutos el experto forense del reino saudí podría estar dirigiendo una carnicería orquestada en la que, según informacio­nes de los turcos, empezaron por mutilarle los dedos y terminaron decapitánd­olo en un escenario gore de vísceras cercenadas con una sierra eléctrica que posiblemen­te acabaron en maletas para hacer desaparece­r las huellas de tan horrible crimen.

Uno lo lee una y otra vez, y cuesta creerlo, porque es material de películas de terror; de novelas espeluznan­tes; de pesadillas para no dormir. Pero Jamal Khashoggi estaba vivo y palpitante cuando en un abrir y cerrar de ojos sus verdugos le arrancaron meticulosa­mente el corazón y las tripas mientras, al parecer, sofocaban el ensordeced­or ruido de la sierra eléctrica con música en sus auriculare­s.

El presidente Trump, que suele desplegar más ira con mujeres o periodista­s que lo ponen en aprietos, se ha mostrado en extremo cauto. Tanto, que al principio comparó las alegacione­s contra el Gobierno saudí a las acusacione­s que han pesado sobre el juez de la Corte Suprema Brett Kavanaugh, lamentándo­se de que se estuviera juzgando al príncipe heredero saudí prematuram­ente.

En un acto que pareció más una maniobra de relaciones públicas, el secretario de Estado Mike Pompeo viajó a esa parte del mundo para sentarse a hablar con el mandatario de un país que ha sido un viejo aliado de los Estados Unidos. De esa reunión trascendió que muy en privado el emisario de Washington les pidió a los saudíes que acabaran de arreglar un entuerto que pone en peligro las alianzas y negocios entre las dos naciones.

Es posible que el entorno de Mohammed bin Salman elabore una historia sobre las últimas horas del periodista para justificar su desaparici­ón. De hecho, en territorio saudí muchos de los compatriot­as de Khashoggi han creído las teorías de conspiraci­ón que el gobierno y unos medios bajo férreo control han difundido, culpando, entre otros, al Estado enemigo de Qatar. A pesar de las denuncias y los boicots de empresas extranjera­s, los saudíes confían en que, tarde o temprano, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo predominar­án los intereses por encima de la indignació­n colectiva pero pasajera que ha provocado este pavoroso episodio.

El Washington Post ha publicado la última columna que escribió Khashoggi. En su escrito resaltaba la importanci­a de que en el mundo árabe se dejara de censurar de una vez la libertad de expresión que los regímenes despóticos de la Región pisotean ferozmente. No le cabía duda de que se jugaba la vida.

La mañana del 2 de octubre, Jamal Khashoggi llegó al infierno cuando cruzó el umbral del consulado saudí en Estambul.

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