Dinero en campañas
Edwin Brítez
En “Estrategias Políticas”, Peter Schröder afirma que por una cuestión de principios, los partidos políticos deben recibir cuotas de sus afiliados. ¡Qué malo!, ¿verdad? Si el financiamiento dependiera solo de las donaciones o de los aportes de unos cuantos afiliados, la democracia interna estaría en dificultades y tal vez, inclusive, podría ser motivo de chantaje, a lo que agregamos: si solo dependiera del aporte estatal, los partidos serán arrastrados a la corrupción, tal como ocurrió.
Schroder es experto y consultor en comunicación y estrategias políticas y se desempeñó como gerente general del Partido Liberal Demócrata de Alemania, y como capacitador y asesor de campañas en más de 60 países, inclusive Paraguay.
El caso paraguayo en materia de financiación de campañas electorales se funda en el financiamiento estatal, más el aporte generalmente clandestino de agentes económicos, y –anteriormente– en la contribución coercitiva de funcionarios. De sus afiliados, los partidos no esperan nada en cuestión de apoyo económico. Ni intentan buscarlo.
La razón. El Estado financia a los partidos políticos y subvenciona las candidaturas. Los candidatos deben contar con un piso financiero propio para solventar los gastos de campaña y de acuerdo a la relevancia de los cargos para los cuales se postulan y al potencial de éxito, van recibiendo fondos de apoyo, un poquito del partido y mucho de agentes económicos externos. Este es el motivo de las dobles cajas, tesorerías y administraciones de campaña de nuestros partidos.
También es la razón por la que los candidatos nacen con el compromiso atado a los caciques partidarios y a los agentes externos de la economía nacional. Estos, en una primera etapa apuestan a dos o tres puntas y en la etapa final terminan apoyando al ganador, no al partido, siempre al candidato, a quien luego se pueda reclamar o exigir algún interés en juego estando en el poder.
En la dictadura, el candidato era único, al igual que el partido. Este se nutría de los recursos del Estado y para establecer una relación de dominio se descontaba una cuota partidaria a todos los funcionarios públicos, que lógicamente eran del partido único. De esa forma, los funcionarios “retribuían” al partido el privilegio de acceder a los cargos públicos y tenían claro a quién obedecer.
Con el advenimiento de la democracia nació el financiamiento estatal en su doble función: de aporte a los partidos y de subvención de candidaturas, algo que es motivo de rechazo, pero también de aceptación en otros países. Este sistema se basa en el principio de que los partidos políticos juegan un papel decisivo en la preparación y ejecución de las elecciones, además de ser instituciones indispensables para la democracia.
El otro modelo se cimienta en la contribución de los afiliados. Con este sistema, los partidos están obligados a organizar una captación masiva de aportes de afiliados o de apoyos individuales, grupales o corporativos, sin condición más que sea pública y transparente. La idea es que los aportantes tengan identidad y no se escuden en el anonimato sino sean copartícipes de la construcción de un poder capaz de servir a la nación o a una comunidad, no al aportante, a su gremio o sector.
Nuestro actual sistema se basa en una financiación estatal a los partidos cuya fuente son los impuestos, a los cuales se suman los saldos de la corrupción, las prebendas, el tráfico de influencias y otros delitos que medran en torno a los presupuestos públicos. A ellos se suma el dinero generalmente sucio o negro del sector privado que apuesta más a las candidaturas que a los partidos con el afán de hacer negocios con el Estado.
Es hora de pensar, en el marco de la reforma electoral, en un sistema más eficiente para la democracia y en mecanismos más efectivos de control del manejo del dinero en las campañas.