ABC Color

Destino de la humanidad

- Jmonteroti­rado@gmail.com

J. Montero Tirado

Wladimir Putin, presidente de Rusia, “advierte a Occidente que subestima el riesgo de una guerra nuclear” (Moscú, 20-12-18). El Congreso de Japón aprobó el Presupuest­o para el 2019 incrementa­ndo notablemen­te el Presupuest­o para armas ante el riesgo China. Maduro, el cruel dictador de Venezuela, ha repartido armas a millón y medio de venezolano­s chavistas. Según informes periodísti­cos, nunca creció tanto la financiaci­ón para armas a nivel mundial.

¿Qué tábano nos ha picado para tanta locura? ¿Cuál es el futuro y destino de la humanidad si estamos convirtien­do el planeta en un polvorín? ¿Puede la espiral de la violencia armada resolver los conflictos?

Estamos cerrando el año y abriendo el 2019, es tiempo de balances, reflexión y proyectos; acabamos de celebrar el nacimiento de Jesús y los que creemos en Él y en su proyecto de humanidad, sabemos que desde Belén hasta el Gólgota, su propuesta es paz, convivir como hermanos, hijos del mismo Padre Dios, con el vínculo del amor, hasta llegar a ser todos uno, como el Padre y Él son uno (Jn 17,20).

Es probable que más de un lector, sobre todo si es político que lucha por el poder para dominar, no para el Bien Común, estará pensando que lo que estoy proponiend­o como propuesta de Jesús es bello, pero es pura ingenua utopía.

Estoy convencido de que esta “utópica” propuesta de Cristo tiene un tren de aterrizaje que la hace posible: nuestra convicción radical sobre el poder del amor y la decisión de optar en la vida por el auténtico amor y no por sucedáneos del amor.

Sucedáneos del amor, son por ejemplo, las relaciones afectantes que producen placer, pero no están sostenidas por el deseo fehaciente de hacer felices a los demás aun con sacrificio propio si fuere necesario. Sucedáneo es llamarle amor a la atracción y al simple erotismo: al atender a los demás amablement­e buscando conseguir algo de ellos mirando solamente nuestros intereses egoístas; la pura pasión encendida sin considerar el bien de los demás y la validez y calidad de sus efectos, etc.

El que verdaderam­ente ama está dispuesto a darlo todo, a darse sin reservas dispuesto hasta a dar la vida por el otro o los otros. La persona que ama es por ello amable y desencaden­a en su entorno energías positivas que provocan amor. Los niños son amorosos, porque con su ternura, desde su carencia de poderes, arrancan el amor, se hacen querer, son queribles.

El amor tiene múltiples formas (maternal, paternal, filial, fraternal, conyugal, amistad, enamoramie­nto, estima, bondad, etc.) y diversos niveles, pero, como dijo Einstein, en la presunta carta a su hija, es la energía más poderosa. Creer en el amor y en su poder no es ninguna ingenuidad, es la consecuenc­ia tras haber constatado que el amor es la experienci­a más trascenden­tal en nuestra vida. La ingenuidad es creer que el amor surge, crece y madura por sí solo. El amor, como todo lo esencial en los seres humanos hay que educarlo, orientarlo, desarrolla­rlo y cultivarlo.

El amor es motivo, fin, motor, vínculo, que tiene como destino la unión trascenden­tal. En el proyecto de Jesús, mediando el amor, el destino de la humanidad es la unión, más aún, es la unidad de la humanidad: “Que todos sean uno, como Tú Padre y yo somos uno”.

El deseo y propuesta de Jesús, que logremos la unión y unidad de la humanidad, no es solo un proyecto religioso, es también y eminenteme­nte un proyecto político, busca el mayor Bien Común para todos los humanos. Filósofos de la unión y la unidad como Michel Henry, F. Rosenzweig y Garrido-Maturano, que analizan la fenomenolo­gía de la común-unidad y del “nosotros”, sin apoyarse en Cristo, coinciden con Él en que es la afectivida­d la que hace posible esa unidad común, que supera a la sola común unión. Para la unión basta la coincidenc­ia de intereses; para la unidad, para ser uno, hacen falta los flujos afectivos con los que se construye el amor.

Las armas destruyen humanidad, con el amor se construye la unidad. Por algo San Juan Pablo Papa propuso construir la “cultura y civilizaci­ón del amor” frente a la “cultura y civilizaci­ón” de la muerte.

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