Las cicatrices del exilio
SALAMANCA (España). Tuvieron que pasar ochenta años para que, por fin, se pidiera perdón y se reconocieran los errores de entonces. Pero todas las placas conmemorativas, las flores, los discursos, las banderas ondeando al viento, las marchas marciales, no son suficientes para cerrar las cicatrices de esas heridas profundas, incurables, que produce el exilio. Más aun cuando se ha dado tanto y se ha recibido tan poco a cambio. Semanas atrás, se cumplieron esas ocho décadas de que murió uno de los más grandes poetas españoles del siglo XX, Antonio Machado, en un pequeño pueblito del sur francés, al que había llegado, caminando, en compañía de su madre y miles de españoles que huían de las huestes fascistas comandadas por Franco. El día del aniversario, 22 de febrero, allá fue el presidente de gobierno español, Pedro Sánchez, a colocar una corona de flores sobre su tumba. Flores rojas y amarillas, los colores de la bandera española, mientras en una reja, un poco más allá, colgaba una bandera de la República. “No quiero llenar el exilio de romanticismo ni de épica. El exilio es abominable siempre. Es fácil imaginar que estos paisajes formidables se convirtieron para aquellos que estaban refugiados aquí en un lugar inhóspito y doloroso. Sintieron frío, sintieron hambre y sintieron, sobre todo, la crueldad de estar apartados de lo que más amaban“, dijo Sánchez en un momento de su discurso. En este reconocimiento tan largamente postergado no se habló de lo que, en realidad, fue ni lo que significó para miles de españoles aquel exilio. La gente huía aterrorizada a medida que avanzaban los “nacionales”, como se le llamaba al ejército de Franco, porque se sabía de las persecuciones que se llevaban a cabo en los “territorios liberados”: juicios sumarísimos, fusilamientos ilegales, asesinatos por las noches en los cementerios, cárceles, campos de concentración. De Barcelona a la frontera, la gente iba en su mayoría caminando mientras la aviación enviada por Hitler hacía vuelos rasantes ametrallando a quienes huían. Machado y su madre enferma logran hospedarse en un pequeño hotel del pueblo francés de Colliure, el hotel Bougnol-Quintana, hoy cerrado, donde el 22 de febrero de 1939, tres semanas después de haber llegado, fallece. Tenía nada más que 64 años de edad. El autor de “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar...” muere vencido por el desgarramiento que le produce el hundimiento de la república, la derrota de su bando y el alejamiento de la España que amaba, quizá “esa España que ha de helarte el corazón”. Su madre, también enferma, hospedada en el mismo hotel, muere pocos días después sin enterarse de la muerte de su hijo. Cuando se conoció la noticia, los escritores franceses pidieron que sus restos fueran trasladados a París para ser sepultado con los merecidos honores. Pero su hermano José, conociendo la austeridad y sencillez que caracterizó la vida del poeta, no aceptó, y decidió enterrarlo en el cementerio de Colliure, donde sigue hasta hoy. Años atrás, el presidente español José Luis Rodríguez Zapatero quiso trasladar sus restos a España, pero la propuesta no tuvo éxito ya que primó la idea de que allí donde se encuentra constituye el símbolo más expresivo de lo que fue el exilio español. Y hoy descansa en medio de esa austera sencillez, mientras el autor de tantos infortunios se encuentra en un faraónico mausoleo –el Valle de los Caídos–, que él mismo se hizo levantar en vida con mano de obra esclava.