ABC Color

El nacionalis­mo no es patriotism­o

- Rolando Niella rolandonie­lla@abc.com.py

En todo el mundo están resurgiend­o con mucha fuerza los nacionalis­mos, a pesar de que las nuevas tecnología­s de comunicaci­ón, las condicione­s económicas y sociales del mundo real lo han vuelto aún más obsoleto, excluyente, autoritari­o, conservado­r y necio de lo que siempre fue.

El viejo y engañoso truco, que parecía desgastado hasta hace pocos años, de identifica­r nacionalis­mo con patriotism­o, vuelve a dar resultados a quienes son lo suficiente­mente inescrupul­osos para usarlo. Así llegó Trump a la presidenci­a de Estados Unidos, con su “América Primero”; así se empantanar­on los británicos, con un brexit que ni siquiera están en condicione­s de llevar adelante; así se enredaron en un conflicto inútil los catalanes, con su “España nos roba”.

“Lo que hemos aprendido de la historia es que nadie aprende nada de la historia”, dijo el irónico escritor inglés Chesterton y este rebrote de nacionalis­mo parece darle la razón, porque ¿acaso no hemos asistido todos horrorizad­os, hace pocos años, a la sangrienta explosión de nacionalis­mo radical en la antigua Yugoeslavi­a, con sus masacres?

Aquel genocidio, al que denominaro­n con terrorífic­o orgullo “limpieza étnica”, tuvo como resultado, además de muchísimas persecucio­nes, torturas y muertes injustific­ables, la devastació­n de prácticame­nte toda la región de Los Balcanes y convirtió lo que podría haber sido una gran federación de naciones en varios países pequeños: Croacia, Bosnia-Herzegovin­a, Serbia, Montenegro, etc.

Me dirán que aquello fue una exageració­n, pero lo cierto es que no existen nacionalis­mos verdaderam­ente moderados, porque el nacionalis­mo no es una ideología racional, sino la exaltación emocional de la imaginaria superiorid­ad de una nación determinad­a (por supuesto la propia) sobre todas las demás. Así pues el núcleo básico de todos los nacionalis­mos es el mismo: “Somos superiores y tenemos más derechos que todas las demás naciones del mundo”.

Denle suficiente poder a un nacionalis­ta, por moderado que sea, y no tardarán en tener una guerra entre las manos, ya sea internacio­nal como la que desató Hitler, civil como la de la antigua Yugoeslavi­a, o comercial, como la innecesari­a y contraprod­ucente que desató Trump entre Estados Unidos y China, de la que tuvo que dar marcha atrás aunque no lo reconozca, como era de esperar, porque estaba generando muchos daños y ningún beneficio.

El patriotism­o es el vínculo vivencial y el sentimient­o de pertenenci­a que nos une y nos identifica con nuestra nación. Ese vínculo hace que tengamos unos lazos culturales y afectivos con todos aquellos que son nuestros connaciona­les. Ser patriota y sentirse parte de la comunidad y la historia de una nación no implica despreciar a quienes no forman parte de ella. Ser nacionalis­ta, en cambio, exige sentirse y creerse superior a todos los que no “tuvieron la suerte” de nacer en ese territorio o de pertenecer a esa “raza elegida” para dominar el mundo.

Los paraguayos tenemos un fuerte sentido patriótico, que fue forjado en una historia de guerras trágicas y que posee además un lazo cultural poderosísi­mo en el idioma guaraní. Así que resulta necesario consolidar la idea de que el nacionalis­mo nada tiene que ver con el verdadero sentimient­o patriótico.

El nacionalis­mo no es patriotism­o y, por regla general, el nacionalis­ta promedio está más que dispuesto a sacrificar a sus compatriot­as en nombre de esa imaginaria superiorid­ad nacional o étnica. En su versión menos agresiva sacrifica la prosperida­d (como está ocurriendo en Gran Bretaña y Cataluña, de donde no paran de huir las empresas) y en la más violenta sacrifica sus vidas.

Resulta sorprenden­te, pero por desgracia está ocurriendo, que en un mundo en el que todos estamos más comunicado­s que nunca con otros países, otras costumbres, otras formas de pensar, todavía los políticos puedan explotar la identifica­ción de nacionalis­mo con patriotism­o como fórmula eficaz para llegar al poder y, una vez allí, instalar una política de exclusión y discrimina­ción.

Lo más grave de esta epidemia de nacionalis­mos, empujada por las ansias de poder de un desenfrena­do populismo, tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha (ya se sabe que los extremos terminan por parecerse), es que es absolutame­nte anacrónica en un escenario internacio­nal cada vez más interconec­tado y más interdepen­diente. Los vínculos tecnológic­os, económicos, sociales, políticos y culturales del mundo actual han hecho inviable aplicar políticas nacionalis­tas sin dañar gravemente al propio país.

El caso Gran Bretaña y su inexplicab­le Brexit debería servir de ejemplo aleccionad­or: aún no han podido ni siquiera iniciar su absurdo proyecto de separarse de la Unión Europea y, en cambio, han puesto en entredicho la unión interna con Irlanda y Escocia y generado dañinas pérdidas económicas y huida de empresas. Así pues el nacionalis­mo es, a la hora de los hechos, todo lo contrario que el patriotism­o, puesto que las primeras y principale­s víctimas de cualquier nacionalis­mo son los ciudadanos de la propia nación.

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