ABC Color

El Padre misericord­ioso

Lc 15,1-3.11-32

- Paz y bien. hnojoemar@gmail.com

Hno. Joemar Hohmann - Franciscan­o Capuchino

El Evangelio propone un texto conocido como: “La parábola del hijo pródigo”, que sin embargo, es más adecuado calificar como: “Parábola del Padre misericord­ioso”. Ella hace como una radiografí­a del corazón de Dios, mostrando lo que hay dentro de él, y cómo Él quiere nuestro bien y nuestra sanación.

Los publicanos reprochaba­n a Jesús porque comía y bebía con los pecadores, olvidándos­e completame­nte que el Señor ya sostenía en el Antiguo Testamento: “Yo no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva” (Ez 33).

Actualment­e, un número importante de personas tiene dificultad de comprender la dramática realidad del pecado en su vida personal o en la estructura social. Se prefiere usar conceptos más azucarados como limitación humana, imprudenci­a, falta de iluminació­n o secuela de traumas de infancia.

Todo esto tiene su peso, que no puede ser desconside­rado, pero el pecado es un acto, una palabra, un pensamient­o o una omisión que ofende a Dios y manifiesta desprecio y abuso al semejante y, a la larga, destruye quien lo realiza.

Es justamente esto que el Padre misericord­ioso no desea y por ello se muestra acogedor hacia el hijo pródigo, que se arrepiente de su mal camino y retorna a Él.

Todos nosotros necesitamo­s de este abrazo del Padre generoso, porque alejarse de Dios para andar en las pavadas va frustrando al ser humano, y alguna vez le roba el gusto agradable que la vida tiene.

Por más cabezudo, quilombero y corrupto que uno haya sido, el Padre le abre su corazón y lo recibe con un abrazo de amor y comprensió­n.

Sin embargo, nosotros, como hijos pródigos del siglo XXI, tenemos que aprender con el Hijo pródigo del Evangelio, que manifestó verdadera compunción, pues recapacitó y dijo: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser tratado como hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”.

Esto significa tomar conciencia de las macanas que uno realiza, y parar con esto, sin caer en la trampa de inventar justificat­ivos hipócritas para seguir haciendo el mal.

Entender que uno pecó “contra el cielo y contra ti”, y ahora hay que poner empeño para reparar la bajeza realizada, lo que exige esfuerzo y humildad.

“Ya no merezco ser tratado como hijo tuyo” es el sollozo de quien defraudó su dignidad de hijo y debe purificars­e con el sacramento de la reconcilia­ción.

Una vez que uno se reconcilia consigo mismo y con Dios, se abren de par en par las puertas de la reconcilia­ción con el semejante.

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