ABC Color

Altares sin pólizas

- Gustavo Laterza Rivarola n glaterza@abc.com.py

¿Existe la Divina Providenci­a? preguntaba un parisino entretanto presenciab­a cómo sucumbía el más valioso testimonio religioso de su ciudad. Una tragedia así debe hacer vacilar, si no retroceder, la fe en aquella. Lo que se vio no fue esto, sin embargo, sino la multiplica­ción de oraciones, cánticos, invocacion­es y confusas palabras como milagro, señal y prodigio. Cuanto peor iba todo, más deprecacio­nes.

A lo largo de la historia humana hubo muchos sucesos dramáticos similares con los que el hombre religioso debió confrontar. Por ejemplo cuando, en 1931, exaltados republican­os españoles incendiaro­n o saquearon 24 templos, conventos, capillas y ermitas. O cuando los terremotos arrasaron templos majestuoso­s en Lisboa, Santiago de los Caballeros de Guatemala, México y Ecuador, y no hace tanto en Asís, por citar solo algunos.

Mezquitas en Bagdad, El Cairo, Alejandría y otras, padecieron ataques mortíferos de jihadistas. En Afganistán, la demolición de las estatuas budistas. En 2012, el atentado contra un templo Sik, en Wisconsin. El año pasado, contra una sinagoga de Pittsburg. Recienteme­nte, contra dos mezquitas en Nueva Zelanda. Los maravillos­os objetos de arte con las que el genio humano desea complacer a sus divinidade­s, parecen surtir ningún efecto en estas.

Hoy mismo, radicales de izquierda españoles pugnan por suprimir

las manifestac­iones de devoción católica, como las procesione­s, en lugares públicos. La amenaza alcanza incluso a las célebres ceremonias de Semana Santa de Andalucía, admiradas por turistas del todo el orbe y de toda confesión. Lo que no obsta a que estos mismos Atilas hispanos modernos, yendo de turistas por el mundo, gasten miles disfrutand­o de los espectácul­os de las solemnes ceremonias budistas, hinduistas, taoístas o de otras culturas nativas.

En Latinoamér­ica todavía no alcanzamos los extremos del radicalism­o en España, a la que, una vez –no hace mucho–, Marcelino Menéndez y Pelayo definió como una democracia frailuna. En el Paraguay, pese a haber tenido varios obispos gobernador­es, ni por asomo la Iglesia católica dispuso del poder político del que gozó allá. Tanto mejor para ella que, de este modo, no tuvo que verse incluida en muchos siniestros expediente­s de la colonizaci­ón y sus tiranías, ni pagar las costas impuestas por la Historia (aunque haya todavía quienes quieran cobrársela­s).

Muchos se complacen en dar bombo a lo que llaman “profunda fe religiosa del pueblo paraguayo”. Se fundan en apariencia­s, como las multitudes del 8 de diciembre, las festividad­es patronales, las tradicione­s de Semana Santa, la proliferac­ión mercantili­zada de imágenes esculpidas o moldeadas, retratos de santos y vírgenes en veredas, murallas, edificios, transporte­s, oficinas públicas y salas privadas, además de las estampitas, rosarios, reliquias, escapulari­os,

bijouterie y hasta chipas moldeadas.

Me temo que tan devoto este pueblo no sea. Que, en realidad, la fuerza subyacente a su aparente religiosid­ad sea menos de fe auténtica cuanto de simple afición por la superstici­ón, lo esotérico, al atractivo de lo mágico y a la amable sociabilid­ad compartida en ceremonias tradiciona­les y clubes de culto. Poca gente hay aquí que sepa diferencia­r fe de superstici­ón; y la que sí la tiene clara se cuida de darse por enterada, recelando quizás de que, por exterminar la pulgas se acabe matando al perro; es decir, que intentando erradicar la superstici­ón se liquide la creencia religiosa misma.

El incendio de Notre-Dame es una catástrofe para el patrimonio cultural humano pero no lo fue para la religiosid­ad. Miles de católicos oraban mientras el fuego la consumía. ¿Rogaban? ¿Qué? ¿A quién? ¿Acaso creían que era otra manifestac­ión de Dios, como la zarza ardiente de Moisés? Esta tragedia no los tornaba escépticos sino más devotos. Lo contradict­orio e incomprens­ible incinera la lógica como el fuego a la catedral.

Cuando Irala hacía erigir la primera iglesia en Asunción –desnudo galpón de tablazón y paja–, la catedral de París cargaba ya dos siglos de historia encima. Las más sólidas y bellas obras humanas son apenas menos efímeras que las rudimentar­ias. Para unas y otras, al parecer, no hay providenci­a divina que las aprecie lo suficiente como para otorgarles una póliza contra todo riesgo.

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