EDITORIAL
Los “cuates” quieren salvar a toda costa a Víctor Bogado. El senador cartista de la ANR Víctor Bogado y su “niñera de oro” Gabriela Quintana fueron declarados culpables por mayoría del Tribunal de Sentencia, de la comisión del delito de “cobro indebido de honorarios”, como cómplice y autora, respectivamente. Bogado, en su condición de influyente legislador, consiguió en 2013 que su prestanombre, protegida o recomendada, la citada Gabriela Quintana, que en aquel entonces fungía de niñera de sus hijos, cobrara ilícitamente dos salarios del Estado, uno en la Cámara de Diputados, que él presidía, y otro en Itaipú Binacional. Pese a que la Constitución dispone claramente que los legisladores perderán su investidura, entre otros motivos, por el uso indebido de influencias, “fehacientemente comprobado”, los senadores están buscando toda clase de pretextos para evitar la aplicación de dicha disposición y proteger a Bogado. ¿Qué tiene este desvergonzado que concita tanta protección de parte de sus pares, sobre todo de sus correligionarios? La respuesta habría que buscarla, entre otras, en que Bogado siempre se mostró muy generoso con los recursos públicos que en mala hora administró.
El senador cartista de la ANR Víctor Bogado y su “niñera de oro” Gabriela Quintana fueron declarados culpables por mayoría del Tribunal de Sentencia, de la comisión del delito de “cobro indebido de honorarios”, como cómplice y autora, respectivamente, pero los votos de los complacientes o cobardes magistrados Elio Ovelar, Juan Carlos Zárate y
Víctor Medina libraron al indigno legislador del cargo mayor de autor del hecho punible de estafa.
Para resumir el caso, dígase que Bogado, en su condición de influyente legislador, consiguió en 2013 que su prestanombre, protegida o recomendada Gabriela Quintana, que en aquel entonces fungía de niñera de sus hijos, cobrara
ilícitamente dos salarios del Estado, uno en la Cámara de Diputados, que él presidía, y otro en Itaipú Binacional. Este fue el resultado y el beneficio que derivaron del uso indebido de influencias, como cualquiera puede comprenderlo fácilmente, aun sin conocimientos jurídicos especiales.
En su inciso 2, el art. 201 de la Constitución establece que “Los senadores y diputados perderán su investidura, además de los casos ya previstos, por (...) el uso indebido de influencias, fehacientemente comprobado”. De la simple lectura de este claro texto se infiere que la única condición que exige la Ley Suprema para que un legislador pierda su investidura es que cometa el delito mencionado, y que esté “fehacientemente comprobado”. Por lo general y de acuerdo a un sano criterio jurídico, esta comprobación le compete realizar al Poder Judicial; pero, incluso de acuerdo a los lacónicos términos de nuestra Constitución, el mismo Poder Legislativo está facultado para aplicar la sanción de pérdida de investidura por ese motivo, como procedió con el entonces senador Óscar González Daher en el caso de los audios.
Desde luego, cuando se trata de proteger a un “cuate”, los legisladores suelen volverse extremadamente puntillosos y exigir el cumplimiento de todos los pasos previos que juzguen que serán útiles para dilatar sine die el trámite y hasta impedir que concluya. El primer requisito que exigen es que exista una sentencia judicial, sabiendo que el proceso para obtenerla podría durar años y, al final, acabar siendo jurídicamente inane. Es lo que plasmaron en una ley –que la ciudadanía bautizó como “de autobandidaje”–, atinadamente objetada por el Poder Ejecutivo el 23 de marzo del año pasado.
Pues bien, en el caso actual del impresentable senador, como ya disponen de esa decisión judicial que suelen tener por previa e indispensable (cuando les conviene), comienzan a buscar algún otro pretexto, que parece ser la supuesta imprecisión de la cantidad de votos necesaria para la expulsión del condenado. Por su parte, los senadores
Patrick Kemper y Antonio Apuril, ambos del Partido Hagamos, presentaron un pedido para que se trate en la plenaria la pérdida de investidura, que tendrá entrada en la sesión de hoy.
Los “camaradas” del penado, como el senador-rector Víctor Ríos (PLRA), sostienen que el citado art. 201 debe ser “reglamentado”. Lo que en buen romance político significa crear un artilugio consistente en promulgar una ley que haga decir a la Constitución algo que no dice, en exigir un requisito que ella no exige. Es difícil imaginar un modo más indecente de prostituir el sistema jurídico que nos rige, pero aquí lo tenemos, promovido por quienes se dicen representantes del pueblo. De acuerdo a tan aberrante criterio, habría que reglamentar cada uno de los 291 artículos de la Carta Magna para que puedan ser aplicados, como se tuvo que haber hecho en su momento hasta con las veinte disposiciones finales y transitorias.
Compárese, repetimos, esta actitud con la que el Senado asumió en el caso de la filtración de audios del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, cuando el 22 de diciembre de 2017 resolvió privar de su investidura al hoy recluido
Óscar González Daher. Y también aquel otro que implicó al entonces senador Jorge Oviedo Matto, a quien la inminencia del mismo resultado le obligó a renunciar antes de ser expulsado. Ambos casos y ambas resoluciones no merecieron en el Senado la exigencia de una condena judicial previa ni una reglamentación del art. 201 de la Constitución. Tampoco se requirió que el 225 fuera reglamentado para destituir, vía juicio político, al presidente de la República Fernando Lugo o al ministro de la Corte Suprema de Justicia Sindulfo Blanco, ni para enjuiciar al contralor general de la República Enrique García.
Ahora, con este escandaloso asunto, los variables vientos de la opinión política parecen cambiar de curso en la Cámara Alta. Lo que se está buscando es ganar tiempo, demorando el tratamiento de la cuestión, para que la ciudadanía termine olvidándose de ella debido a la sucesión de nuevos hechos escandalosos. ¿Quién recuerda hoy que el diputado Carlos Portillo (PLRA) está siendo procesado precisamente por el delito de tráfico de influencias? Sigue ensuciando su banca con el mayor desparpajo, es decir, con la misma desenvoltura que tendría
Víctor Bogado si sus colegas lo apañaran. Como las corruptelas se suceden, una sirve para relegar a otra de la atención pública.
¿Qué tiene este desvergonzado que concita tanta protección de parte de los senadores, sobre todo de sus correligionarios? No es una figura que descuelle por sus luces, no es irremplazable para ninguna tarea particularmente delicada, no lo sostiene una arrolladora simpatía popular, sino, todo lo contrario, ni es capaz de llenar de votos las urnas electorales. Es un hombre mediocre y totalmente prescindible en ese cuerpo colegiado donde se requieren mentes más ágiles y personas más honorables, destacadas. Por eso, es llamativo el denuedo con que muchos de sus colegas tratan de atornillarlo en su banca, un esfuerzo como no se vio en los casos antes referidos.
La respuesta habría que buscarla en el hecho de que Bogado siempre se mostró muy generoso con los recursos públicos que en mala hora administró. En efecto, quienes le conocen aseguran que su gran mérito es, justamente, haberse dedicado con diligencia, desde hace muchos años y sin descanso, a cometer en forma sistemática el mismo delito que, en el caso de la “niñera de oro”, lo llevó a los tribunales. Sin descontar que don dinero, poderoso caballero, esté corriendo a raudales debajo de las bancas.
Los ciudadanos y las ciudadanas deben anotar los nombres de sus protectores para repudiarlos donde los encuentren, pues ya no deben aceptar que las instituciones sean prostituidas en aras de la politiquería y el dinero mal habido.