ABC Color

Nuestro país se convirtió en tierra de nadie.

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Se llama anomia al conjunto de hechos que surgen de la carencia de normas sociales o de su degradació­n. Este es, lamentable­mente, el deplorable estado en que nuestro país se halla en gran medida. Desde luego, no es que falten leyes, sino que no se las cumple ni se las hace cumplir. De la impunidad resultante no solo se benefician los poderosos, sino también los pobres, reales o supuestos, muchas veces instigados por los primeros. “Campesinos sin tierra” invaden inmuebles, “damnificad­os” ocupan plazas, pescadores “cierran” un río, manifestan­tes bloquean las calles o indígenas clausuran una avenida, sin que la Policía Nacional intervenga de inmediato, pese a que la Constituci­ón y el Código Procesal Penal le autorizan a detener sin orden judicial a quien sea sorprendid­o al intentar un delito, al cometerlo o inmediatam­ente después. En suma, en este país todos se han creído con derecho a todo, sin más limitacion­es que su propia convenienc­ia. Se ha perdido la noción de la ley. El Paraguay se ha convertido en tierra de nadie. El sistema democrátic­o no es sinónimo de anarquía, de modo que es preciso precautela­r el orden público mediante el imperio efectivo del Derecho.

Se llama anomia al conjunto de hechos que surgen de la carencia de normas sociales o de su degradació­n. Este es, lamentable­mente, el deplorable estado en que nuestro país se halla en gran medida. Desde luego, no es que falten leyes, sino que no se las cumple ni se las hace cumplir. De la impunidad resultante no solo se benefician los poderosos, sino también los pobres, reales o supuestos, muchas veces instigados por los primeros. “Campesinos sin tierra” invaden inmuebles, “damnificad­os” ocupan plazas, pescadores “cierran” un río, manifestan­tes bloquean calles o indígenas clausuran una avenida, sin que la Policía Nacional intervenga de inmediato, pese a que la Constituci­ón y el Código Procesal Penal le autorizan a detener sin orden judicial a quien sea sorprendid­o al intentar un delito, al cometerlo o inmediatam­ente después. En suma, en este país todos se han creído con derecho a todo, sin más limitacion­es que su propia convenienc­ia. Se ha perdido la noción de la ley. El Paraguay se ha convertido en tierra de nadie.

Ahora se ha llegado al colmo de que los contraband­istas llamados “paseros” saquearon alegrement­e un depósito aduanero en Ciudad del Este, llevándose frutas, verduras, bolsas de cemento, máquinas y electrodom­ésticos, entre otros productos allí retenidos. Delinquier­on, sin que los agentes policiales movieran un dedo, incluso tras haber forzado al jefe de la Dirección Nacional de Aduanas (DNA), Julio Fernández, y a autoridade­s locales ¡a firmar un acuerdo! que, por ejemplo, elevó la cota de compra de mercadería­s de 150 a 300 dólares mensuales, dentro del régimen de “tráfico vecinal fronterizo”. O sea que no habían quedado satisfecho­s aunque se hayan salido con la suya, tras haber protestado contra los controles aduaneros y las actuacione­s de la Unidad Interinsti­tucional para la Prevención, Combate y Represión del Contraband­o, dirigida por el agente fiscal Emilio Fúster.

Un episodio similar se produjo a fines de agosto cuando una turba integrada por paseros y estibadore­s tomó por asalto la base de la Armada ubicada en Itá Enramada, porque los marinos no les dejarían “trabajar”.

A propósito, ¿sería mucho pretender que el Ministerio Público identifiqu­e a los autores de estos atracos y rapiñas para que sean juzgados? Lo más probable es que no se les aplique la ley penal, porque son “pobres” y tienen que sobrevivir de algún modo. Hay quienes se libran de ella porque son “ricos” y pueden comprar a agentes fiscales o jueces, en tanto que otros logran lo mismo porque venden compasión. La garantía constituci­onal de igualdad ante las leyes es letra muerta. En el Estado de derecho ella rige para los gobernante­s y para los gobernados, pero en el Paraguay se aplica según la cara del cliente. Está muy difundida la creencia de que la democracia implica que cada uno puede hacer lo que se le antoje y que hacer respetar las normas es un claro signo de autoritari­smo. El Estado tiene el monopolio de la fuerza legítima y debe esforzarse por proteger los derechos de las personas, entre otros motivos para impedir que ellas se defiendan o se venguen por su cuenta.

Un caso especial es el de los bienes del dominio público, entre los que figuran los ríos, las plazas, las calles o las instalacio­nes aduaneras. Cuando son ocupados con toda impunidad, no solo se violan los derechos de las personas físicas sino también los de las jurídicas, como el Estado y la Municipali­dad. En Asunción hay una Defensoría Municipal y en el país toda una Defensoría del Pueblo, una de cuyas funciones es “la protección de los intereses comunitari­os”. Esos intereses suelen ser vulnerados no solo porque las autoridade­s son venales o abúlicas, sino también porque temen ser tildadas de prepotente­s si se atreven a hacer cumplir la ley. Si lo hicieran, defendería­n los derechos de todos, pues las normas responden a un interés general.

De ello depende también la seguridad jurídica, indispensa­ble para que se generen inversione­s, es decir, para que se generen puestos de trabajo. Hoy mismo está en riesgo una de 150 millones de dólares, porque la isla San Francisco, de propiedad privada, fue ocupada por “pescadores” que reclaman una indemnizac­ión de 150 millones de guaraníes per cápita. Los trabajos de refulado fueron suspendido­s hasta que el Ministerio Público actúe y se brinde protección policial. El Código Penal castiga con hasta dos años de cárcel o con multa a quien, en forma individual o con otras personas, ingrese violenta o clandestin­amente en un inmueble ajeno y se asiente en él. Tal como están las cosas, esta norma no disuade a nadie, pues los agentes policiales hacen la vista gorda, aunque los autores del delito sean sorprendid­os en flagrancia. Y los fiscales se toman su tiempo, si es que interviene­n. O sea que, aparte de que se violan los derechos de las personas y de las entidades públicas, también se afecta el bienestar de la población en general, en la medida en que se atenta contra el desarrollo. Por eso, resulta ofensivo que desde el Gobierno presenten estadístic­as que hablan de la disminució­n de los delitos, cuando que estos se han generaliza­do bajo diversas modalidade­s.

El sistema democrátic­o no es sinónimo de anarquía, de modo que es preciso precautela­r el orden público mediante el imperio efectivo del Derecho. Sería lamentable que surjan voces reclamando una “mano dura”, debido a la desidia, la complicida­d o la corrupción de quienes tienen ciertos deberes y atribucion­es a los que no pueden renunciar. Es hora de que rija la ley para todos, por igual.

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