Apagando incendios
Vivimos en un país en el que las emergencias, que debieran ser la excepción, son la regla. Estamos siempre apagando incendios ya sean reales, como la catastrófica quema del Chaco; metafóricos, como las inundaciones nuestras de cada año, o imaginarios, como la disparatada idea de que un complejo turístico debe pagar indemnizaciones a no sé cuántas generaciones de futuros pescadores.
Ni siquiera quiero hablar de la calamidad que es la seguridad pública. Cada vez que se produce un violento operativo mafioso, como el de la costanera, un motín carcelario, un crimen de sicarios, un ataque armado de motochorros especialmente llamativo a un local público (¡y todas estas cosas han ocurrido en el curso de los últimos días!), parece que fuera la primera vez, aunque de cada uno de esos hechos haya mil precedentes.
El incendio del Chaco me parece el mejor ejemplo: se trata evidentemente de un desastre natural, ocasionado por una confluencia de sucesos desafortunados: un invierno excepcionalmente caluroso, excepcionalmente ventoso y excepcionalmente seco. Sin embargo, para que el desastre esté alcanzando la categoría de catástrofe se ha contado con mucha colaboración humana, ya sea por incompetencia, por ignorancia o por corrupción.
El fuego del Chaco (“dicen que”) comenzó en Bolivia, pero para que en nuestro país hubiera una reacción, hubo que esperar a que las llamas cruzaran nuestras fronteras, a pesar de que, dadas las condiciones del clima, era evidente que el incendio nos afectaría más tarde o más temprano. Por otra parte hay abundantes denuncias de que en el lado paraguayo, y no solo en la región chaqueña, también hubo muchas quemas intencionales.
Repasemos los componentes de esta “ayuda” humana al desastre natural: una administración pública imprevisora, unas leyes ambientales que nadie cumple, porque ni las instituciones de control ni la justicia se ocupan de hacerlas cumplir y, desde luego, un sector agropecuario en el que tanto grandes como pequeños productores comparten una mentalidad primitiva; de manera que en pleno siglo XXI siguen utilizando generalizadamente la quema como “preparación de la tierra”.
La imprevisión viene siendo uno de los factores comunes de todos los gobiernos nacionales, departamentales y municipales de la democracia paraguaya. En materia de fuego no hay más que ver a nuestros bomberos recaudando fondos en las esquinas para saber que ni cuentan con los presupuestos ni con los equipos e insumos necesarios para combatir incendios de envergadura.
No quiero ni pensar lo que ocurrirá si se produce un incendio en un edificio de altura. Unos años atrás, cuando se quemó el edificio del Instituto Municipal de Arte, nada pudo salvarse. Ni siquiera las bocas de agua para incendios funcionaban. Por suerte fue de noche y solo hubo que lamentar daños materiales… Dicho sea de paso: la Municipalidad de Asunción no cumplía sus propias normas de prevención de incendios.
En cuanto a las leyes en materia de fuego, todos somos testigos de su generalizado incumplimiento, desde el vecino que simplemente quema su basura a la vista y paciencia de todos, hasta las humaredas que, año tras año, nos asfixian cuando llega la época de roza… La quema, por cierto, es la forma más primitiva, ineficiente y dañina de rozar y no la única, como parece pensar la gran mayoría del sector agropecuario paraguayo.
Para que una normativa sea tan generalizadamente incumplida deben coincidir al menos dos de tres condiciones: que los organismos de control no cumplan su función de controlar y denunciar, que la justicia no castigue a los que incumplen la leyes y que los incendiarios consideren las leyes una tontería, que los legisladores y el gobierno promulgaron solo para “hacer pinta” de progresistas o, peor todavía, que tengan la idea, aún más primitiva, de que las leyes se aplican solo a los demás.
Como no es una idea mía, sino que todos los estudios y las investigaciones, oficiales y no oficiales, confirman que la gran mayoría de los incendios forestales tienen causas intencionales, creo que la mentalidad del sector agropecuario merece un comentario aparte: hace unos años, con condiciones meteorológicas similares a las actuales, miembros de una conocida familia de ganaderos murieron atrapados en fuego que ellos mismos habían iniciado para rozar y que se descontroló por un cambio de viento.
Pensé que, ante tal desgracia, quizás nuestros agricultores y ganaderos recapacitarían y desterrarían mayoritariamente la maldita tradición de limpiar los terrenos mediante el fuego… Me equivoqué. Para aprender de las desgracias pasadas y tomar las previsiones para que no vuelvan a repetirse en el futuro, hay que tener un pensamiento histórico del que mayoritariamente carecemos los paraguayos, que tendemos a pensar que por más que hagamos siempre lo mismo obtendremos resultados diferentes, que nuestras acciones no tienen consecuencias y que, si algo sale mal, es solo mala suerte.
Por último quiero resaltar el meritorio y peligroso esfuerzo que realizan en precarias condiciones quienes combaten los incendios. El pasado martes en un noticiero de televisión, mientras se pasaban imágenes de la extensa zona ardiente y la gigantesca humareda, dijeron que allí había “unas doscientas personas trabajando para controlar las llamas”… ¿Solo doscientas personas para todo ese fuego?.. Parece que ni para apagar incendios se ponen los recursos necesarios. Quizás a nuestros gobernantes les gustan las catástrofes.