EDITORIAL
La Contraloría no está cumpliendo con su deber. Las declaraciones juradas de bienes y rentas, que todos los funcionarios deben presentar a la Contraloría General de la República al asumir un cargo público y al abandonarlo, sirven para detectar un eventual enriquecimiento ilícito, comparándolas entre sí y atendiendo los ingresos regulares. No se trata de una obligación meramente formal, impuesta por la Constitución, sino que apunta a prevenir o sancionar un hecho punible, penado con hasta diez años de cárcel. Para que cumpla con su objetivo, es preciso que la Contraloría compruebe la veracidad de los datos brindados. Y bien, ahora resulta que ese organismo guarda más de un millón de declaraciones y que solo ha realizado entre quince y diecisiete análisis de correspondencia anuales, desde que su ley orgánica entró en vigencia en 1994. Estas revelaciones, hechas por el contralor general, Camilo Benítez Aldana, implican que el cumplimiento del citado deber constitucional apenas ha servido para algo más que juntar polvo en las gavetas del órgano que él dirige.
Las declaraciones juradas de bienes y rentas, que todos los funcionarios deben presentar a la Contraloría General de la República al asumir un cargo público y al abandonarlo, sirven para detectar un eventual enriquecimiento ilícito, comparándolas entre sí y atendiendo los ingresos regulares. Es decir, no se trata de una obligación meramente formal, impuesta por la Constitución, sino que
apunta a prevenir o sancionar un hecho punible, penado con hasta diez años de cárcel. Para que cumpla con su objetivo, es preciso que la Contraloría compruebe la veracidad de los datos brindados, ejerciendo las amplias facultades que le otorga la Ley N° 5033/13 para sustanciar investigaciones dentro y fuera del país. Luego, debe dictaminar sobre la correspondencia entre las declaraciones entregadas y denunciar ante el Ministerio Público y los órganos jurisdiccionales competentes los indicios de enriquecimiento ilícito que haya encontrado. Todo ello supone un examen y no un mero archivamiento de las manifestaciones recibidas, previa entrega de la constancia pertinente.
Y bien, ahora resulta que la Contraloría guarda más de un millón de declaraciones y que solo ha realizado entre quince y diecisiete análisis de correspondencia anuales, desde que su ley orgánica entró en vigencia en 1994. No fueron hechos por iniciativa del órgano, sino a pedido de algún funcionario o del Ministerio Público. A solicitud del Senado, este mes concluirán 48 comparaciones, entre ellas las referidas a las declaraciones del Presidente y del Vicepresidente de la República, así como a las de los ministros del Poder Ejecutivo.
Estas revelaciones, hechas por el contralor general
Camilo Benítez Aldana, implican que el cumplimiento del citado deber constitucional apenas ha servido para algo más que juntar polvo en las gavetas del órgano que él dirige. A modo de excusa, señaló que el examen de correspondencia lleva mucho tiempo, pues se requieren informes de otras entidades, y que la Dirección de Control de Declaraciones Juradas solo tiene 10 computadoras, 4 impresoras, una fotocopiadora y 47 funcionarios, de los cuales ¡solo 17 se ocupan del examen de correspondencia! En verdad, parece poco y es llamativo que a nadie se le haya ocurrido reforzarla con mayores recursos humanos, sin crear nuevos cargos: bastaría con redistribuir el personal de la Contraloría, ¡hoy integrado por 917 funcionarios!, a los que deben sumarse docenas de contratados.
Con todo, si hay muchísimo trabajo acumulado es también porque durante más de dos décadas no se hizo lo que se tendría que haber hecho continuamente, aunque más no sea en forma aleatoria o poniendo bajo la lupa cargos como los de director administrativo, jefe de Unidad Operativa de Contrataciones o vista de Aduanas, pues la experiencia enseña que en esos lugares el sueldo es lo de menos. Como se dijo, lo primero que la Contraloría debe hacer es verificar qué tan ciertos son los datos consignados por quien ejerció o ejerce una función pública, ya que si fueran falsos, el mismo estará incurso en el art. 243 del Código Penal, que castiga la declaración jurada falsa con hasta cinco años de cárcel. Por este delito, que sirve para encubrir el enriquecimiento ilícito, han sido imputados el senador Javier Zacarías Irún (ANR), la exintendenta Sandra McLeod y el diputado Miguel Cuevas (ANR), sin que fueran denunciados por el órgano de control: se limitó a proporcionar ciertos elementos de juicio requeridos por el Ministerio Público, que permitieron inferir la comisión de la fechoría. En consecuencia, es presumible que decenas de miles de las declaraciones acumuladas sean falsas, sin que la Contraloría se haya percatado porque no hizo el examen correspondiente.
La tremenda negligencia de este órgano, que ganó rango constitucional en 1992, ha facilitado el latrocinio a gran escala. Ha hecho la vista gorda, como si su único papel fuera el de almacenar las declaraciones y, de paso, evitar que la ciudadanía se entere de su contenido. El anterior contralor general, Enrique García, impugnó ante la Corte Suprema de Justicia dos fallos que reconocieron tal derecho a un periodista. Tanto “respeta” la Contraloría la “intimidad” de quienes ocupan un cargo público, que no se anima a verificar la veracidad de sus declaraciones ni, mucho menos, a cotejarlas entre sí. Al menos en este punto, los sucesivos contralores generales han desempeñado muy mal sus funciones, es decir, merecieron ser destituidos vía juicio político.
Resulta asombroso que el 2 de noviembre de 2018, el Senado haya dado a la Contraloría un plazo de quince días para informarle de las declaraciones y de los respectivos exámenes de correspondencia de las “autoridades de los Poderes del Estado, Gobiernos locales, regionales y otros organismos y entidades del Estado”. García pidió una prórroga de 120 días, que le fue otorgada, “debido al volumen y complejidad de la documentación a ser analizada”. El 24 de abril último, renunció al cargo para evitar su destitución vía juicio político. El 16 de mayo, su reemplazante dispuso el inicio de los trabajos correspondientes que, desde luego, no concluirán en breve. En fin, es de esperar que, una vez concluidos los exámenes en curso, la Contraloría se esfuerce por estar al día con el cumplimiento de sus deberes y con el ejercicio de sus atribuciones en este asunto fundamental para prevenir o castigar la corrupción que carcome a nuestro país.