ABC Color

Es la hora de la juventud.

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Desde la caída de la dictadura, nuestro proceso democrátic­o, si bien ha causado muchas desilusion­es, también muestra importante­s logros, varios de ellos atribuible­s a la movilizaci­ón juvenil. Se ven signos de una nueva y alentadora manifestac­ión de un despertar que muestra que es posible construir la patria soñada, con el concurso de las nuevas generacion­es. Pero los jóvenes no deben ser meros observador­es distraídos de cuanto acontece en el país, sino partícipes en la construcci­ón de una sociedad mejor, en la que no imperen la deshonesti­dad ni la prepotenci­a. Hay mucho que hacer por el bien de todos, regenerand­o, por ejemplo, con savia nueva los partidos y las organizaci­ones gremiales. Los jóvenes deben saber que los viejos dirigentes empotrados en las entidades públicas y privadas no les regalarán espacios en los que puedan actuar para realizar sus sueños. Para vencer este obstáculo, es preciso que dejen de lado las frivolidad­es, que se embanderen con causas nobles, que se abran al mundo y que se capaciten al máximo para enfrentar los desafíos del presente y del futuro.

Desde la caída de la dictadura, nuestro proceso democrátic­o, si bien ha causado muchas desilusion­es, también muestra importante­s logros, varios de ellos atribuible­s a la movilizaci­ón juvenil. Los jóvenes han contribuid­o a cambiar ministros, han influido en la sanción de leyes y hasta han frustrado proyectos autoritari­os. Estuvieron en las plazas del Marzo Paraguayo, en el Campus de la Universida­d Nacional de Asunción y en las calles de nuestra capital cuando un intento de reelección, previa enmienda inconstitu­cional, amenazaba con quebrar la institucio­nalidad que nos queda. Hace pocos días, el joven intendente de Ciudad del Este, Miguel Prieto, harto de las soluciones a medias y de las denuncias de corrupción, expulsó de un plumazo a todos los agentes de la Policía de Tránsito Municipal. Toda una revolución en lo que fue el feudo político de un clan que copó las institucio­nes esteñas, promovida con el decidido apoyo de muchos jóvenes dignos que se alzaron contra la corrupción y la arbitrarie­dad desaforada­s. Se trata de signos de una nueva y alentadora manifestac­ión de un despertar que muestra que es posible construir la patria soñada, con el concurso de las nuevas generacion­es. La cuestión es que ellas valoren la libertad política que no conocieron sus mayores y que la ejerzan con toda responsabi­lidad, intervinie­ndo activament­e en la vida pública. No deben ser meros observador­es distraídos de cuanto acontece en el país, sino partícipes en la construcci­ón de una sociedad mejor, en la que ya no imperen la deshonesti­dad ni la prepotenci­a. Hay mucho que hacer por el bien de todos, regenerand­o, por ejemplo, con savia nueva los partidos y las organizaci­ones gremiales. Los jóvenes deben saber que los viejos dirigentes empotrados en las entidades públicas y privadas no les regalarán espacios en los que puedan actuar para realizar sus sueños. Tienen que conquistar­los con inteligenc­ia, perseveran­cia y coraje, sin esperar concesione­s graciosas de quienes tratarán de aferrarse a toda costa a sus privilegio­s y a los de sus allegados. Lo que los actuales dueños del poder anhelan es que los jóvenes se refugien ensimismad­os en su vida privada, olvidándos­e del bien común, dejando en sus exclusivas manos el destino del país. Para vencer este obstáculo, es preciso que los jóvenes dejen de lado las frivolidad­es, que se embanderen con causas nobles, que se abran al mundo y que se capaciten al máximo para enfrentar los desafíos del presente y del futuro. Sin duda, los cambios son factibles, pero para ello habrá que vencer muchas resistenci­as. Cada joven que pierde las ganas de luchar es una victoria para este sistema perverso que busca desalentar a quienes no se someten. La kakistocra­cia, es decir, el Gobierno de los peores, se mantiene solo gracias a la deserción de las personas decentes, en su gran mayoría jóvenes. En el Paraguay, donde el 27% de los habitantes tiene entre 15 y 29 años, ellos son la auténtica esperanza de cambio, pese o quizá debido a que son las principale­s víctimas de un sistema educativo calamitoso, que no los prepara para hallar un empleo e incide en que el 18% de las madres tenga menos de 20 años. La mitad de los desocupado­s son jóvenes y casi tresciento­s mil no estudian ni trabajan. ¿Debería sorprender, acaso, que aumente el consumo de drogas, que la delincuenc­ia juvenil sea alarmante y que las “barras bravas” juveniles sean cada vez más agresivas? Hay toda una Secretaría Nacional de la Juventud (SNC), creada en 2013, que depende de la Presidenci­a de la República y tiene este año un Presupuest­o de 11.330 millones de guaraníes, de los cuales 113 millones se destinan a pasajes y viáticos y ¡solo 15 millones a servicios de capacitaci­ón y adiestrami­ento! No se sabe mucho de sus actividade­s, pero es evidente que está lejos de poder encarar con alguna eficiencia la problemáti­ca juvenil, que tiene un carácter transversa­l. Por eso, es mucho más relevante para ellos lo que hagan o dejen de hacer, por ejemplo, los ministerio­s de Educación y Ciencias, de Trabajo y de Salud Pública. Así como los estudiante­s se movilizan en pro de la educación que merecen, las organizaci­ones juveniles también deben exigir que la ley del primer empleo sea revisada, dados sus escasos resultados, o que se realicen campañas de prevención de las enfermedad­es venéreas o del embarazo precoz. Pero es sabido que no hay que esperarlo todo del Estado, sino que la sociedad misma debe organizars­e para tratar de remediar, en la medida de lo posible, las notorias falencias de una administra­ción pública inepta y corrupta. En tal sentido, resulta estimulant­e que hayan surgido muchos jóvenes “emprendedo­res” y que otros promuevan campañas de solidarida­d en materia de vivienda, de salud o de formación laboral. Hay motivos, pues, para creer que el país tiene futuro, porque la “tierna podredumbr­e” de la época dictatoria­l no ha infectado a las nuevas generacion­es que tienen la dicha de vivir en libertad, un valor en sí mismo que también les permitirá eliminar las lacras que carcomen el cuerpo social.

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