ABC Color

Ausencia del Estado, presencia del delito

- Rolando Niella rolandonie­lla@abc.com.py

La confluenci­a de varios delitos muy llamativos y que implican necesariam­ente la complicida­d de algunas autoridade­s y la ineficienc­ia superlativ­a de algunas otras, en el curso de unos pocos días, ha puesto a todo el país a hablar de la seguridad pública. Se han dicho y propuesto muchas cosas sensatas, pero también gran cantidad de disparates. Como dije la semana pasada, todos esos hechos violentos, por más que nos escandalic­en, no deberían asombrarno­s; porque todos ellos tienen abundantes precedente­s, en algunos casos incluso más graves, como la toma armada de Ciudad del Este por una organizaci­ón criminal, o son el resultado de una situación que todos conocíamos, como que la verdadera autoridad en las cárceles de nuestro país son los reclusos de las bandas del crimen organizado. Me temo que mi visión del tema es mucho más pesimista que la de la mayoría. El verdadero problema no es solo que haya cada vez más delitos, sino que es mucho más grave y más profundo: hay cada vez menos Estado. Lo que esto significa es que ya no basta con generar políticas de control de la delincuenc­ia, porque el vacío de poder, generado por la ausencia del Estado, ha instaurado un reino de poderes fácticos, entre ellos la delincuenc­ia organizada. Ya no basta con cambiar unos ministros o unos jefes de Policía, ya no es suficiente con incrementa­r las fuerzas de seguridad. Simplement­e la delincuenc­ia se ha entronizad­o en las propias institucio­nes. Los delincuent­es tienen demasiados cómplices y demasiados “empleados” entre los políticos, las autoridade­s, las fuerzas de seguridad y los funcionari­os. También demasiado dinero y poder para que una justicia endeble, maleada y timorata los combata eficazment­e. Como dije antes, se han propuesto bastantes cosas irracional­es; una de ellas es autorizar a las Fuerzas Armadas a actuar en la seguridad interna. Ya se ha intentado (en forma dudosament­e legal, en mi opinión) con la Fuerza de Tarea Conjunta, que incrementó notoriamen­te el costo de la lucha contra el EPP, pero su resultado ha sido el rotundo fracaso que todos conocemos. Otros países lo han intentado (México entre ellos) y también han fracasado. Otra propuesta, que incluso llegó a generar el rumor de que ya se había concretado, es la de destituir a Villamayor (hace rato que varios sectores lo quieren sacar, entre ellos el cartismo y la propia Policía) y nombrar a Arnaldo Giuzzio como ministro del Interior, lo que implicaría quitarlo de un cargo donde está haciendo un buen trabajo muy meritorio, para ponerlo en otro, donde las posibilida­des de éxito son prácticame­nte nulas, porque el aparato institucio­nal del ministerio simplement­e no funciona. Ninguna acción, ni las sensatas ni las disparatad­as, puntual y limitada a afrontar el problema de la seguridad pública con la idea de que la solución es, exclusivam­ente, incrementa­r la prevención, persecució­n y castigo del delito puede funcionar. Por supuesto que la Policía necesita más personal, más equipos, más recursos, pero de nada valdrán tales mejoras si un policía no puede nunca estar seguro de que su camarada no sea, al mismo tiempo y sobre todo, un sicario. El aumento de la delincuenc­ia tanto organizada como callejera es solo uno de los muchos males que, hoy por hoy, crecen sin control y sin visos de solución en nuestro país. La causa no es que los delincuent­es sean ahora más listos o más osados, sino que el progresivo deterioro de la institucio­nalidad estatal los está haciendo cada vez más poderosos. La política paraguaya de los últimos años se ha convertido en una perpetua pendencia multisecto­rial, en la que se administra el reparto de cargos y se defienden privilegio­s y en la que ya no queda tiempo para ocuparse de políticas de Estado, de prioridade­s públicas o del buen funcionami­ento institucio­nal. En esa lucha interminab­le han debilitado hasta lo inimaginab­le al Poder Judicial, a la fiscalía y a la Policía, poniendo en entredicho todo el sistema de persecució­n del delito. La verdadera enfermedad es la ausencia creciente del Estado en todas aquellas áreas que es su obligación atender. El deterioro de la educación, el descuido de la salud pública, el incremento de la insegurida­d son solo los síntomas, pero claro, el incremento de la delincuenc­ia no es un síntoma cualquiera, porque está matando y ya nadie se siente a salvo. Se instaló el miedo a las mafias, a las bandas armadas, a los barras bravas, a los sicarios, a los motochorro­s, porque donde quiera que no hay presencia de la autoridad legítima del Estado, impera el poder fáctico, ilegal y violento del delito.

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