Ausencia del Estado, presencia del delito
La confluencia de varios delitos muy llamativos y que implican necesariamente la complicidad de algunas autoridades y la ineficiencia superlativa de algunas otras, en el curso de unos pocos días, ha puesto a todo el país a hablar de la seguridad pública. Se han dicho y propuesto muchas cosas sensatas, pero también gran cantidad de disparates. Como dije la semana pasada, todos esos hechos violentos, por más que nos escandalicen, no deberían asombrarnos; porque todos ellos tienen abundantes precedentes, en algunos casos incluso más graves, como la toma armada de Ciudad del Este por una organización criminal, o son el resultado de una situación que todos conocíamos, como que la verdadera autoridad en las cárceles de nuestro país son los reclusos de las bandas del crimen organizado. Me temo que mi visión del tema es mucho más pesimista que la de la mayoría. El verdadero problema no es solo que haya cada vez más delitos, sino que es mucho más grave y más profundo: hay cada vez menos Estado. Lo que esto significa es que ya no basta con generar políticas de control de la delincuencia, porque el vacío de poder, generado por la ausencia del Estado, ha instaurado un reino de poderes fácticos, entre ellos la delincuencia organizada. Ya no basta con cambiar unos ministros o unos jefes de Policía, ya no es suficiente con incrementar las fuerzas de seguridad. Simplemente la delincuencia se ha entronizado en las propias instituciones. Los delincuentes tienen demasiados cómplices y demasiados “empleados” entre los políticos, las autoridades, las fuerzas de seguridad y los funcionarios. También demasiado dinero y poder para que una justicia endeble, maleada y timorata los combata eficazmente. Como dije antes, se han propuesto bastantes cosas irracionales; una de ellas es autorizar a las Fuerzas Armadas a actuar en la seguridad interna. Ya se ha intentado (en forma dudosamente legal, en mi opinión) con la Fuerza de Tarea Conjunta, que incrementó notoriamente el costo de la lucha contra el EPP, pero su resultado ha sido el rotundo fracaso que todos conocemos. Otros países lo han intentado (México entre ellos) y también han fracasado. Otra propuesta, que incluso llegó a generar el rumor de que ya se había concretado, es la de destituir a Villamayor (hace rato que varios sectores lo quieren sacar, entre ellos el cartismo y la propia Policía) y nombrar a Arnaldo Giuzzio como ministro del Interior, lo que implicaría quitarlo de un cargo donde está haciendo un buen trabajo muy meritorio, para ponerlo en otro, donde las posibilidades de éxito son prácticamente nulas, porque el aparato institucional del ministerio simplemente no funciona. Ninguna acción, ni las sensatas ni las disparatadas, puntual y limitada a afrontar el problema de la seguridad pública con la idea de que la solución es, exclusivamente, incrementar la prevención, persecución y castigo del delito puede funcionar. Por supuesto que la Policía necesita más personal, más equipos, más recursos, pero de nada valdrán tales mejoras si un policía no puede nunca estar seguro de que su camarada no sea, al mismo tiempo y sobre todo, un sicario. El aumento de la delincuencia tanto organizada como callejera es solo uno de los muchos males que, hoy por hoy, crecen sin control y sin visos de solución en nuestro país. La causa no es que los delincuentes sean ahora más listos o más osados, sino que el progresivo deterioro de la institucionalidad estatal los está haciendo cada vez más poderosos. La política paraguaya de los últimos años se ha convertido en una perpetua pendencia multisectorial, en la que se administra el reparto de cargos y se defienden privilegios y en la que ya no queda tiempo para ocuparse de políticas de Estado, de prioridades públicas o del buen funcionamiento institucional. En esa lucha interminable han debilitado hasta lo inimaginable al Poder Judicial, a la fiscalía y a la Policía, poniendo en entredicho todo el sistema de persecución del delito. La verdadera enfermedad es la ausencia creciente del Estado en todas aquellas áreas que es su obligación atender. El deterioro de la educación, el descuido de la salud pública, el incremento de la inseguridad son solo los síntomas, pero claro, el incremento de la delincuencia no es un síntoma cualquiera, porque está matando y ya nadie se siente a salvo. Se instaló el miedo a las mafias, a las bandas armadas, a los barras bravas, a los sicarios, a los motochorros, porque donde quiera que no hay presencia de la autoridad legítima del Estado, impera el poder fáctico, ilegal y violento del delito.