La fe que transporta montañas
Lc 17,3b - 10
Los apóstoles se acercaron a Jesús y le hicieron la súplica que hace el ser humano de todos los siglos y naciones: ¡Señor, aumenta nuestra fe!
Esto significa que algo ya poseemos de fe, pero falta mucho todavía.
Realmente, creer no es tan fácil así. Estamos en un mundo que impulsa a uno a vivir fuera de sí mismo, con muchos ajetreos y muchas informaciones que, a veces, no sirven para casi nada, y esto genera una dispersión mental y un miedo del silencio interior, situaciones que no favorecen la fe que transporta montañas.
Además, está el peso del secularismo, que es querer construir la vida sin la presencia de Dios, pensando que con la ciencia, los organigramas y los mercadeos resolvemos todos los problemas sociales. Además, resolvemos los misteriosos problemas del corazón humano.
Y de modo especial, uno no fortalece su fe, porque no la cultiva todos los días, así, hay un riesgo de ser culpable por no acrecentar su fe.
Algo que también entorpece el desarrollo de una fe adulta es el caso, digamos así, de un mercantilismo espiritual, de querer “negociar” con el Señor, al revés de tener una postura humilde y obediente.
Dios espera que tengamos una fe madura, que transporte para lejos las montañas de nuestro egoísmo, de nuestra soberbia y nos haga mejores personas. Para tanto, hay que pedir todos los días: Señor, aumenta nuestra fe.
La fe es un don del Señor, una virtud teologal que nos es ofrecida como regalo, que debe ser aceptado con júbilo y responsabilidad.
Júbilo, porque genera otra visión de la vida, de la muerte, del dinero, de lo que es ser importante, del éxito, del fracaso y nos hacer ver y sentir las cosas como el Señor las ve y siente.
Esta sintonía con Dios es la experiencia más encantadora que se puede tener en la vida.
Pero es también responsabilidad, pues no podemos enterrar los talentos y no pelear para hacer crecer la propia fe.
Para que nuestra fe nos haga personas espiritualmente fuertes y socialmente activas es necesario reavivar el don recibido de Dios, como lo recomienda san Pablo, asumiendo un estilo de vida sobrio y valiente, dando testimonio de que somos católicos y manifestando nuestra fe con obras.
De modo insustituible, hay que participar de la santa misa todos los domingos, pues al final de la consagración el sacerdote proclama: “Este es el misterio de nuestra fe“, es el misterio, y es también su mejor alimento.