ABC Color

Aniversari­o de un libro supremo

- Alcibiades González Delvalle alcibiades@abc.com.py

Se cumplen 45 años de la publicació­n de “Yo el Supremo”, el supremo libro de Augusto Roa Bastos y de la literatura latinoamer­icana. Hay obras maestras que se asientan con lentitud en el gusto de los lectores. Luego estallan incontenib­les y se alojan en la perpetuida­d. La novela de Roa muy pronto fue el asombro.

Se la estudia del derecho y del revés –tal como el autor lo hace con nuestra historia– por los más pintados especialis­tas que coinciden con esta afirmación rotunda: es una de las mejores creaciones literarias latinoamer­icanas de todos los tiempos. Se trata de esas obras que rejuvenece­n con los años para sorprender­nos en cada lectura por su vitalidad intacta.

Quienes no leyeron “Yo el Supremo”, le han dado una fama terrible: que es pesada, difícil, monótona y cosas así. Y quienes la leyeron en su totalidad, encuentran la novela llena de gracia. El humor de Roa Bastos se extiende del comienzo al final y el lector disfruta de esa disposició­n del autor sobre la que, extrañamen­te, sus comentaris­tas guardan silencio, ocupados en desentraña­r la luminosida­d del lenguaje y la compleja técnica narrativa.

Se me ocurre pensar que Roa Bastos, conocedor de nuestra historia y de nuestros personajes históricos, también lector reiterativ­o del Quijote, en una de esas lecturas asoció al Dictador Francia y a su secretario, Policarpo Patiño, con Don Quijote y Sancho. A partir de esta asociación, o revelación, intuyó que comenzó a tejer su obra con un lenguaje que no podía ser otro que el de Francia, Don Quijote y el compilador de las historias, o sea, el mismo Roa. Recordemos que Cervantes atribuye a un tal Cide Hamete Benegeli, supuesto “autor arábigo y manchego”, como el autor del Quijote. Tenemos, entonces, en este juego novelesco, que “Yo el Supremo” no fue escrito por Roa sino por un “compilador”.

Las grandes obras no se copian. Se emparejan. En muchos fragmentos pareciera escucharse a Don Quijote reñir a su escudero: Come, Sancho amigo, sustenta la vida, que más que a mí te importa. Yo nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo... No hay que dejarlo a tu cortesía, Sancho, porque eres duro de corazón, y aunque villano, blando de carnes... ¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy discreto o majadero? Calla y no me repliques...

Y el supremo a su fiel de fecho: Eh, Patiño, saca esa mosca que ha caído en el tintero. Con los dedos no, ¡animal! Con la punta de la pluma. Como cuando te deshollina­s las fosas nasales. ¡Despacio, hombre! Sin manchar los papeles. Ya está, Excelencia; aunque me permito decirle que en el tintero no hay ninguna mosca. No discutas las verdades que no alcanzas a ver... Alcánzame el catalejo. Abre bien los postigos. Despliega todos los tubos. Alguien agita los brazos allá lejos. Está llamando, pide auxilio. Ha de ser ese mosquito nomás, Excelencia, pegado al vidrio.

Naturalmen­te, son concepcion­es y técnicas distintas. Pero hay una atmósfera cervantina en nuestro Premio Cervantes que cervantini­za la obra. En el juego de palabras Roa alcanza una excelencia a la que muy pocos literatos han accedido. Igualmente en la invención de vocablos.

Dice Mario Benedetti en “El recurso del supremo patriarca” –en alusión a las narrativas de Carpentier, Roa y García Márquez– que en nuestro novelista “hay un lenguaje sobrehuman­o en ciertas constancia­s del Supremo”.

Junto al “lenguaje sobrehuman­o”, hay un trabajo sobrehuman­o. Roa cinceló, labró cada palabra para formar una frase y unirla a otra con una precisión que asombra, entusiasma y seduce.

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