ABC Color

Somos la lavandería del mundo

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En las últimas tres semanas, una iniciativa de la Justicia brasileña y otra del Departamen­to de Estado norteameri­cano han abochornad­o al Paraguay, poniendo en evidencia que sus autoridade­s no combaten a los facineroso­s como cabría esperar en un Estado de derecho. En efecto, de ellas se desprende que organismos extranjero­s toman mucho más en serio que los nacionales la corrupción que nos castiga cada día. El implícito mensaje transmitid­o es que el trato dispensado en el Paraguay a quienes ejercieron o ejercen una función pública es bastante amable, como si amparar a un prófugo o enriquecer­se en el cargo fueran inconducta­s baladíes o “zonceras”, como dijo el ex jefe de Estado Luis González Macchi cuando un auto “mau” fue pillado en su poder. Que en el extranjero se tomen más en serio que aquí las fechorías perpetrada­s en nuestro territorio tiene que ver, quizá, con el tremendo deterioro moral que implica no percibir la gravedad de un hecho punible. Al volver a jurar como senador el 30 de junio de 2018, Óscar González Daher dijo que tenía la conciencia tranquila, tras haber sido expulsado el año antes, porque habría traficado influencia­s al frente del Jurado de Enjuiciami­ento de Magistrado­s (JEM). En ese sentido también puede considerar­se que el senador Enrique Bacchetta, actual titular del JEM, considere públicamen­te poco menos que inocente al diputado Ulises Quintana (ANR), investigad­o por graves hechos. Es probable que ambos sigan con la conciencia tranquila, al decir del exsenador luqueño, lo que suele ocurrir cuando no se tiene conciencia del delito. En tren de conjeturas, tampoco es imposible que Horacio Cartes y Javier Díaz Verón no sientan remordimie­nto alguno, porque no está mal ayudar a un amigo en apuros aunque esté prófugo de la Justicia, o volverse rico aunque el sueldo de fiscal general del Estado no dé para tanto. Lo que resulta indudable es que la orden de prisión preventiva dictada en el Brasil contra un expresiden­te de la República por su presunta cooperació­n en la fuga de Darío Messer y la prohibició­n de ingresar a los Estados Unidos para un exsenador y un exjefe del Ministerio Público por su “participac­ión en hechos de corrupción significat­ivos” –que se extendería a “otros individuos”– han conllevado un severo daño a la imagen del país. El primer caso, en especial, reflejó también la ineptitud o la venalidad de organismos tales como la Policía Nacional, el Ministerio Público y la Seprelad –especialme­nte durante el Gobierno anterior–, que “no se enteraron de nada” de lo que el juez federal brasileño Marcelo Bretas expuso en la orden que emitió. Allí aparecen, entre otros, el supuesto intermedia­rio entre Horacio Cartes y su por entonces prófugo “hermano del alma”, así como los dueños de casas de cambio que, hasta la fecha, siguen tan campantes. A propósito, es probable que los evaluadore­s del Grupo de Acción Financiera Internacio­nal (GAFI) estén tomando nota de la prolongada ceguera oficial, así como de la posterior detención, en Estados Unidos, de la exdiputada Cynthia Tarragó, por lavado de dinero. También sabrán que la Seprelad recibió en 2015 un informe del Banco Nacional de Fomento sobre las operacione­s sospechosa­s de Messer, y que recién en 2018 lo entregó al Ministerio Público, en tanto que nunca supo de las operacione­s de lavado de dinero en las que habría intervenid­o el diputado Ulises Quintana (ANR), hoy en prisión preventiva. Como se ve, son varios los personajes importante­s del escenario público que aparecen implicados en actividade­s non sanctas, que no escaparán a la mirada de gobiernos extranjero­s ni de organismos internacio­nales. Es un lugar común afirmar que vivimos en un mundo globalizad­o, en el que las fronteras resultan cada vez más permeables, tanto para el bien como para el mal. Lo que en un país se haga o se deje de hacer con respecto al crimen organizado ya no puede resultar indiferent­e a los demás. La cuestión sube de punto cuando las autoridade­s nacionales están implicadas en las operacione­s delictivas que también pueden afectar a otros Estados, como el lavado de dinero o el tráfico de armas. Por ejemplo, en abril de 2019, la Dirección de Material Bélico suspendió “toda importació­n de armas y municiones”, con el beneplácit­o de la Embajada norteameri­cana. En suma, quienes delinquen desde el poder político ya deberían saber, a estas alturas, que podrán manejar a su antojo a los agentes fiscales y a los jueces paraguayos, entre otros, pero que deberían abstenerse de incursiona­r en ciertas actividade­s que puedan repercutir en otros países, cuyas autoridade­s escapan a su control. Por su parte, la ciudadanía debe ser consciente de que será afectada por las sanciones que por tal motivo lleguen a aplicarse al Paraguay o incluso por las calificaci­ones que puedan darle organismos como el GAFI, en la medida en que pueden ahuyentar las inversione­s. El hecho de que alguien que hasta hace poco fue fiscal general del Estado sufra hoy prisión domiciliar­ia puede significar que algo está cambiando en este país, pero también que está sumido en la corrupción hasta el extremo de que un delito de acción penal pública sea cometido, presuntame­nte, por el principal responsabl­e de perseguirl­o. Si a ello se agrega que un ex jefe de Estado está indiciado por un juez federal brasileño de proveer de fondos a un prófugo, que un exsenador y expresiden­te del órgano que enjuicia a los magistrado­s y a los agentes fiscales está imputado por la comisión de cuatro graves hechos punibles, y que un diputado del partido de Gobierno está acusado por lavado de dinero y asociación criminal, la conclusión a la que se podría llegar es que en este país la función pública es un instrument­o para delinquir. Por de pronto, estamos a la espera de que el Departamen­to de Estado revele los nombres de los “otros individuos” incursos en hechos punibles, pero, más que nada, anhelamos que el Ministerio Público y la judicatura se sacudan de su inoperanci­a, de su cobardía o de las influencia­s políticas, y comiencen a actuar contra los delincuent­es, para evitar el bochorno de que desde el exterior les informen de las cosas sucias que deberían haber descubiert­o ellos mismos.

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