El triunfo del amor
Actualmente en el mundo, 2.576 (dos mil quinientos setenta y seis) millones de habitantes somos cristianos. De ellos mil trescientos, un poco más de la mitad, somos católicos y la otra casi mitad la cubren los protestantes (920), la iglesia ortodoxa (270) y las iglesias ortodoxas orientales (86) millones. Todos celebramos en un momento u otro del año, en fechas aproximadas, la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Los católicos empezamos ayer la Semana Santa, para nosotros la semana más trascendental de la historia, porque se consumó la redención de la humanidad.
El evangelista San Juan comienza la narración de la pasión de Jesús con una frase verdaderamente inspirada e iluminador para interpretar la pasión, la muerte y resurrección de Jesús Dice: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Es decir, con todo el amor, completo y perfecto, con el mismo amor de Dios.
Al decir “los suyos”, no se refería sólo a sus doce discípulos predilectos, sino a toda la humanidad, también a nosotros. “Los suyos” es una expresión que en la narrativa de Juan se refiere a todos, como lo expresa al principio de su evangelio al aludir al rechazo que sufrió Jesús: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”.
Jesús en la Última Cena dijo lo mismo con expresiones distintas: “Como el Padre me ama, Yo os amo” y en otro momento dijo: “Nadie ama más que el que da la vida por el amigo”. Y es que toda la pasión, es paso a paso un catálogo nutrido de lecciones de amor excepcional, respondiendo con mansedumbre, serenidad, paz a las injusticias, ofensas, calumnias, agresiones violentas, a las provocaciones y a las torturas de la corona de espinas y la flagelación. Nada de eso pudo derrotar a su amor.
La crucifixión y el proceso de su muerte crucificado, en una palabra la Cruz, es la cátedra más sublime del amor “hasta el extremo”, del amor más fuerte que la muerte, que ni “torrentes de aguas caudalosas” han podido ahogar.
Es sublime que en el terrible dolor de romperle los huesos de las muñecas de sus brazos y los empeines de sus pies al taladrarlos con los clavos que le fijaron a la cruz, su corazón tenía fortaleza y derroche de amor, para interceder a favor de sus crueles verdugos diciéndole a Dios: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¿No saben lo que hacen? Como dice San Pablo a los cristianos de Corinto: “El amor todo lo excusa”.
A sus indescriptibles dolores de pies a cabeza, con el corazón agotado por las hemorragias de las torturas y oprimido por los quebrantos de los abandonos, las injusticias y hasta la traición, se sumó la angustia de ver sufrir a su Madre con el corazón atravesado por la espada del cruento espectáculo de la crucifixión de su Hijo. Y el amor sin fronteras de Jesús tuvo creatividad para consolar la dramática soledad de María y le dio a Juan como hijo: “Madre, ahí tienes a tu hijo”. En varias ocasiones Jesús demostró su dimensión paternal y en esta hora trágica afloró al decirle a Juan “hijo, ahí tienes a tu Madre”, dándole el más original y grandioso regalo imaginable.
La fidelidad y perfección de su amor al Padre se manifestó al quejarse de sentirse abandonado por Él y sin embargo confiarle sin reservas todo su ser profundo, diciéndole: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Evidentemente, su amor fue invencible.
El triunfo de su amor hizo eclosión en la resurrección. Triunfó hasta sobre la muerte y se derramó sin límites, por encima del tiempo y del espacio, acogiendo, consolando, fortaleciendo a sus discípulos como si estuviera premiándoles, a pesar de sus cobardías e infidelidades. Se les fue apareciendo, siempre para evidenciarles su amor hasta el extremo. Recogió a los que estaban dispersos, les regaló su Espíritu y los inundó de paz, porque el amor perdona y así triunfa sobre el desamor. Su amor perfecto es invencible e inagotable.
Nadie en la historia ha amado como Jesús. Su vida, su pasión, muerte y resurrección son la mejor escuela para aprender a amar; efectivamente Él es el Maestro.