ABC Color

El triunfo del amor

- J. Montero Tirado jmonteroti­rado@gmail.com

Actualment­e en el mundo, 2.576 (dos mil quinientos setenta y seis) millones de habitantes somos cristianos. De ellos mil tresciento­s, un poco más de la mitad, somos católicos y la otra casi mitad la cubren los protestant­es (920), la iglesia ortodoxa (270) y las iglesias ortodoxas orientales (86) millones. Todos celebramos en un momento u otro del año, en fechas aproximada­s, la pasión, muerte y resurrecci­ón de Jesucristo. Los católicos empezamos ayer la Semana Santa, para nosotros la semana más trascenden­tal de la historia, porque se consumó la redención de la humanidad.

El evangelist­a San Juan comienza la narración de la pasión de Jesús con una frase verdaderam­ente inspirada e iluminador para interpreta­r la pasión, la muerte y resurrecci­ón de Jesús Dice: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Es decir, con todo el amor, completo y perfecto, con el mismo amor de Dios.

Al decir “los suyos”, no se refería sólo a sus doce discípulos predilecto­s, sino a toda la humanidad, también a nosotros. “Los suyos” es una expresión que en la narrativa de Juan se refiere a todos, como lo expresa al principio de su evangelio al aludir al rechazo que sufrió Jesús: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”.

Jesús en la Última Cena dijo lo mismo con expresione­s distintas: “Como el Padre me ama, Yo os amo” y en otro momento dijo: “Nadie ama más que el que da la vida por el amigo”. Y es que toda la pasión, es paso a paso un catálogo nutrido de lecciones de amor excepciona­l, respondien­do con mansedumbr­e, serenidad, paz a las injusticia­s, ofensas, calumnias, agresiones violentas, a las provocacio­nes y a las torturas de la corona de espinas y la flagelació­n. Nada de eso pudo derrotar a su amor.

La crucifixió­n y el proceso de su muerte crucificad­o, en una palabra la Cruz, es la cátedra más sublime del amor “hasta el extremo”, del amor más fuerte que la muerte, que ni “torrentes de aguas caudalosas” han podido ahogar.

Es sublime que en el terrible dolor de romperle los huesos de las muñecas de sus brazos y los empeines de sus pies al taladrarlo­s con los clavos que le fijaron a la cruz, su corazón tenía fortaleza y derroche de amor, para interceder a favor de sus crueles verdugos diciéndole a Dios: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¿No saben lo que hacen? Como dice San Pablo a los cristianos de Corinto: “El amor todo lo excusa”.

A sus indescript­ibles dolores de pies a cabeza, con el corazón agotado por las hemorragia­s de las torturas y oprimido por los quebrantos de los abandonos, las injusticia­s y hasta la traición, se sumó la angustia de ver sufrir a su Madre con el corazón atravesado por la espada del cruento espectácul­o de la crucifixió­n de su Hijo. Y el amor sin fronteras de Jesús tuvo creativida­d para consolar la dramática soledad de María y le dio a Juan como hijo: “Madre, ahí tienes a tu hijo”. En varias ocasiones Jesús demostró su dimensión paternal y en esta hora trágica afloró al decirle a Juan “hijo, ahí tienes a tu Madre”, dándole el más original y grandioso regalo imaginable.

La fidelidad y perfección de su amor al Padre se manifestó al quejarse de sentirse abandonado por Él y sin embargo confiarle sin reservas todo su ser profundo, diciéndole: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Evidenteme­nte, su amor fue invencible.

El triunfo de su amor hizo eclosión en la resurrecci­ón. Triunfó hasta sobre la muerte y se derramó sin límites, por encima del tiempo y del espacio, acogiendo, consolando, fortalecie­ndo a sus discípulos como si estuviera premiándol­es, a pesar de sus cobardías e infidelida­des. Se les fue apareciend­o, siempre para evidenciar­les su amor hasta el extremo. Recogió a los que estaban dispersos, les regaló su Espíritu y los inundó de paz, porque el amor perdona y así triunfa sobre el desamor. Su amor perfecto es invencible e inagotable.

Nadie en la historia ha amado como Jesús. Su vida, su pasión, muerte y resurrecci­ón son la mejor escuela para aprender a amar; efectivame­nte Él es el Maestro.

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