ABC Color

Un gesto de humanidad

- PRESS] Gina Montaner (*) @ginamontan­er [©FIRMAS

Lo que se les negó en Chile, Argentina y Perú se hizo realidad en el sur de la Florida. Para la mayoría de las personas a bordo de los barcos Rotterdam y Zaandam la orilla de Fort Lauderdale se convertirí­a en la Tierra Prometida: las autoridade­s locales y la administra­ción Trump habían accedido a seguir un plan para salvarlos de su terrible odisea. En principio, los extranjero­s a bordo viajarían en aviones chárter a sus respectivo­s países. Catorce personas recibirían tratamient­o en hospitales locales y aquellos con síntomas serían atendidos en los barcos. Era el desenlace de un periplo que acabó con cuatro muertos.

Todo comenzó cuando el barco zarpó de Argentina el 7 de marzo con unas 2.500 personas a bordo. Serían dos semanas de esparcimie­nto que los llevaría hasta Chile, salvo que estaban navegando cuando la amenaza del coronaviru­s había cruzado océanos y entrarían en vigor prohibicio­nes para llegar a puerto.

En cuestión de días lo que debió ser una vivencia hecha para álbumes de fotos se transformó en pesadilla. Atrapados y consciente­s de que el virus acechaba como un monstruo invisible en un entorno que propicia las infeccione­s, la compañía del crucero, Holland America (sucursal de Carnival), pidió a las autoridade­s chilenas que permitiera­n a sus clientes desembarca­r y tomar aviones que los llevaran de regreso a sus hogares. Con la negativa del país andino, empezó la dramática travesía de Norte a Sur.

El Zaandam ya no era un paraíso de atraccione­s, sino un buque maldito rechazado en los puertos de Perú y Argentina mientras pasajeros y tripulació­n comenzaban a padecer los síntomas de la influenza o del coronaviru­s.

Como en los tiempos de la peste negra en la que el caballero cruzado de Bergman lucha contra la muerte en El séptimo sello, esta se posó en la nave para llevarse almas sin distinción de clases sociales o edades. Septuagena­rios jubilados, recién casados, matrimonio­s con infantes, trabajador­es de todas partes del mundo que van de barco en barco sirviendo día y noche. Todos a la deriva y con cuatro muertos a bordo.

Fue en el canal de Panamá donde el pasado 26 de marzo una nave hermana, Rotterdam, se sumó al peregrinaj­e del Zaandam para proporcion­ar apoyo. A la segunda embarcació­n fueron transferid­as las personas aparenteme­nte sanas. El Zaandam continuarí­a con sus muertos y sus enfermos. Dos días después cruzaron el istmo gracias a que les permitiero­n el paso. Como dos carabelas errantes, dejaron su estela por aguas del Caribe, con la esperanza de al fin atracar en el Puerto Everglades.

Dos de abril. Solo unas horas antes, el gobernador de Florida y autoridade­s locales daban a entender que se ocuparían de los residentes de Florida a bordo, sin precisar qué ocurriría con la decena de pasajeros de diversas nacionalid­ades (311 son ciudadanos estadounid­enses).

Esta situación añadía tensión en un estado ahora cercado por la pandemia. Mediante un comunicado, Holland America exhortaba al gobernador y al presidente Trump a tener “compasión” ante una crisis humanitari­a en la que las vidas de cuatro niños menores de 12 años estaban en juego, así como las de los pasajeros muy enfermos.

En la década de los ochenta, otro maestro del cine, Federico Fellini, estrenaba Y la nave va, una alegoría (en clave de sátira) de los albores de la Primera Guerra Mundial. Antes de que el mundo se estremecie­ra. Era un barco el escenario de una sociedad, como apuntó Alberto Moravia en su elogiosa crítica del filme, “vacía de humanidad”. Incapaz de advertir lo que se avecinaba y abocada a hundirse.

En este siglo XXI, la expansión del covid-19 es la guerra que nos negamos a vislumbrar a pesar de las señales. Los pasajeros y tripulante­s del Zaandam y Rotterdam solo ansiaban tocar tierra antes de perecer en la orfandad del mar. Las palabras de Moravia resuenan hoy tanto como ayer. Un gesto de humanidad puede salvarnos del vacío.

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