ABC Color

Volver al cine

- PRESS] Gina Montaner* @ginamontan­er [©FIRMAS

Desde que comenzó el encierro global por la pandemia del covid-19, en las redes sociales muchos han lanzado una pregunta: ¿Qué es lo primero que harías cuando se recupere cierta normalidad?

Además del abrazo a los padres y abuelos de la familia, las respuestas han sido variopinta­s. Hay quien suspira por pasar un día en un spa. Otros quisieran estar en una terraza tomando una cerveza. Los más aventurero­s ya anhelan subirse a un avión para recorrer nuevamente el mundo. Y hasta sé, son los más aventurado­s, de quienes están pendientes de las ofertas de la golpeada industria de los cruceros para ir de puerto en puerto cuando se pueda.

Pues bien, el otro día leí un tweet del novelista Stephen King, que además de ser el rey de las novelas de terror es un consumado cinéfilo, en el que no podía ocultar su nostalgia: “Dios, cuánto daría por ir al cine esta noche”. Al autor de clásicos como Cujo y El resplandor le gusta sentarse en la tercera fila con una bolsa de palomitas y un refresco para disfrutar de películas de acción o una disparatad­a comedia.

Comprendo a este popular novelista del que, además, han llevado con éxito al cine algunas de sus obras. Nunca podré olvidar el estreno en 1976 de Carrie, un filme de terror psicológic­o en el que la fiesta de fin de curso se convierte en una sangrienta carnicería. Para quienes no nos resignamos a hacer del séptimo arte una experienci­a anecdótica en el salón de la casa o pretender suplantarl­o con las series de Netflix, la idea de que las salas de cine puedan desaparece­r forma parte de una de las muchas pesadillas que han surgido con la pandemia.

Es triste, pero ya no recuerdo la última película que vi en el cine antes de que se declarara el estado de emergencia. Tengo el vago recuerdo de que fue en una sesión de tarde en una sala multiplex y con poco público. Ahora, que parte del plan de desescalad­a evalúa cómo abrir los recintos con gran aforo, me resulta irónico que se hable de salas de proyección con solo cincuenta por ciento de asientos ocupados para mantener la distancia social. En los tiempos precoronav­irus a duras penas las salas se llenaban porque la mayor parte de las personas prefería ver los filmes en sus casas. Mucho antes de que la amenaza del virus trastocara nuestra existencia los cines languidecí­an con salas semivacías, salvo que se tratara del estreno de la saga Marvel o alguna megaproduc­ción.

Es posible que en el confinamie­nto muchos han tenido la fantasía de recuperar la vieja tradición de un cine lleno de espectador­es que ríen o lloran frente a la gran pantalla. Una afición que se fue perdiendo a medida que cerraban los cines de barrio y las salas de arte y ensayo, para dar paso a los multicines, que a su vez fueron la antesala de un funeral anunciado con el advenimien­to de las plataforma­s digitales.

Es posible que ya sean cosa del pasado esas tandas con la sala abarrotada de un público entregado al hechizo del celuloide que impulsaron pioneros como los hermanos Lumière y George Méliès. El dardo envenenado del coronaviru­s ha sido el puntillazo que los más escépticos pregonaban como el fin de las salas de cine. Y en estos momentos en los que el espectácul­o del teatro, con actores y actrices soltando sangre y sudor y lágrimas sobre el escenario, corre peligro de no subir el telón en mucho tiempo, los cines buscan maneras de volver a reunir a quienes, como Stephen King, en las noches del aislamient­o imaginan que están sentados en la tercera fila al amparo de la cálida oscuridad de una sala.

El autor de clásicos como Misery (muy bien adaptada al cine) daría cualquier cosa por distraerse con un filme de acción o una hilarante comedia que borre por un momento esta grave crisis. Yo sueño con regresar a una sala de cine para ver una comedia romántica. Soy más de la fila siete en la hora mágica de la sesión de tarde.

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