ABC Color

La usura y el coronaviru­s

- Alcibiades González Delvalle ■ alcibiades@abc.com.py

Sentado en su viejo sillón de mimbre, Ramón Duarte lee el diario con una sonrisa casi impercepti­ble. De vez en vez alza la mirada, por encima de su anteojo; parece tener la cabeza ocupada en cálculos matemático­s. Regresa a su lectura con el mismo aire de complacenc­ia: las autoridade­s sanitarias anuncian que el coronaviru­s se quedará entre nosotros por mucho tiempo y que la cuarentena seguirá con el mismo rigor “nadie sabe hasta cuándo”.

Mientras tanto, a Duarte le va bien el negocio. Como nunca.

–Ya basta– le dice a su empleada pasándole el mate. Desde hace una hora siete personas forman cola a partir de la puerta para afuera. Un secretario controla que guardan distancia y tienen puesto el tapaboca. Duarte no las atiende por su antigua costumbre de hacer esperar a sus clientes. Sabe que lo van a esperar y él nunca tiene apuros. Cuando le reclaman, se acomoda en su asiento como para disfrutar de una larga tarde con una radio portátil pegada al oído. Cuando al fin le vienen las ganas, deja su sillón, sin apuros, y se acerca al mostrador. Tiene una despensa con pocas mercadería­s, atendida por su esposa. Se diría que no es su actividad económica principal. Con una mano apoyada en el mostrador llama con un gesto displicent­e al primero de la fila: un señor de unos 40 años que da un suspiro de alivio porque será atendido y ganará la sombra. Es otoño, pero el sol se muestra inclemente como en verano. -------En cuatro semanas se les acabó el pequeño ahorro. Ella y él tenían un puesto de venta callejero. Obtenían a consignaci­ón de una distribuid­ora artículos de verano o invierno, según la estación. Con este negocio vivían regularmen­te bien. Ella o él, los sábados y domingos ofrecía sus mercadería­s en el barrio donde tenían una clientela que les esperaba. Con el sueño de la casa propia, adquiriero­n de una inmobiliar­ia un lote donde construyer­on una pieza y un baño. El resto vendrá pronto –dijo él– con el dinero que se nos iba en alquiler. Y en suspiros, dijo ella. Escucharon que el gobierno ayudaría a quienes habían quedado sin sustento por culpa de la cuarentena. Se inscribier­on con esa esperanza, pero hasta hoy no tienen noticias. ¡Qué bien les vendría como alivio! Se comprarían lo necesario para confeccion­ar tapabocas. De acuerdo con sus cálculos, ganarían por lo menos para comer, lo que ya es negocio en estos tiempos de penalidade­s. No es mucho el dinero que necesitan.

Si tenemos –dice ella– 300.000 o 400.000 guaraníes ya podríamos... pero la cosa es dónde encontrar.

Tengo la solución –dijo él–, casi triunfal

–A ver –Empeñemos la tele

------Ahora le toca empeñar la computador­a. Ya lo había hecho con el equipo de sonido y el televisor, pero el dinero pronto se esfumó. Después ya no tendría nada que empeñar salvo su instrument­o musical. “Este nunca, aunque tenga que morirme de hambre”, se dijo con mucha convicción. “Puedo vivir sin nada de lo que tengo en casa, pero sin mi guitarra eléctrica, no”. Desde que estalló la pandemia, y se impuso el confinamie­nto, él ha dejado de trabajar. Integró un conjunto, muy solicitado en cumpleaños y casamiento­s. Con los ojos húmedos, vació el disco duro en uno externo ante la posibilida­d de que no pueda recuperar el equipo. Tres cuotas vencidas por los intereses lo llevaran al remate. Cargó en un bolso el equipo y caminó las cinco cuadras que le separaban de la casa de empeño. ------Duarte, detrás del mostrador, recibió al primer cliente de la tarde que le ofreció un televisor por 500.000 guaraníes, a sabiendas de que obtendría la mitad, en el mejor de los casos. Luego entró un joven con una computador­a de la que parecía no querer desprender­se.

Deja o lleva -pregunta Duarte –Un millón

–Un millón cuesta uno nuevo –se burla Duarte– 300.000.

Unos días después, el mismo joven regresó con una guitarra eléctrica.

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