Apytu’û de las cosas
El Ministerio Público es un órgano creado con el fin de velar por el respeto a los derechos y garantías constitucionales, promover la acción penal pública en defensa del patrimonio público y social, el ambiente, y otros intereses difusos. Así lo establece su ley orgánica N° 1562/2000.
Tiene autonomía administrativa y funcional. Es así que el artículo quinto de su carta orgánica les impone la condición de oficiosidad y obligatoriedad en la investigación de los casos que afecten al interés público.
Es decir, enterado de un hecho punible que afecte al interés común el fiscal puede y debe actuar “de oficio”. Sin necesidad que medie denuncia alguna, está obligado a hacerlo.
Toda esa “oficiosidad” y “obligatoriedad“, sin embargo, no siempre están al servicio de la sociedad. A menudo ese poderío de acción, que no es poco, está al servicio de sectores de influencia política o económica.
Los fiscales tienen, literalmente, la posibilidad de construir una sociedad en la que impere la justicia y la equidad. Donde se precautele el interés ciudadano en las instituciones, y no una en la que impere la ley del más fuerte.
Hechos de corrupción son denunciados a diario, sin que el órgano creado para investigarlos se dé por enterado. Las cárceles están superpobladas con pobres diablos, pero los ladrones de cuello blanco gozan de irritante impunidad.
Para ejemplo tenemos la reciente denuncia de presuntos excesos en el uso de dinero público por parte de la Gobernación de Itapúa, administrada por Juan Schmalko (ANR). La institución departamental habría presentado una dudosa rendición sobre el uso de más de G. 6.000 millones del programa de apoyo a pequeños productores del departamento. Pero, hasta la fecha ningún fiscal se arrimó a preguntar.
Parecería que es más fácil que te procesen y termines preso por un partido de “pikivóley” durante la pandemia, a que te indaguen por robar descaradamente. Sin dudas, el apytu’û del asunto está en otro lado.