ABC Color

Vía libre para el enriquecim­iento en la función pública.

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Al ratificars­e en su decisión de despenaliz­ar la presentaci­ón de declaracio­nes juradas falsas por parte de quienes ejercen una función pública, la Cámara de Diputados cometió ayer una infamia que obliga al Poder Ejecutivo a ejercer de inmediato su derecho al veto. Es que lo resuelto, con solo catorce votos en contra, viola con flagrancia el principio de igualdad ante las leyes, apunta claramente a la impunidad y vuelve inocua la norma constituci­onal que obliga a los “funcionari­os y empleados públicos, incluyendo a los de elección popular”, a declarar sus bienes y rentas dentro de los quince días de haber asumido el cargo y en igual plazo al abandonarl­o. Si el presidente Mario Abdo Benítez promulgara la ley, se convertirí­a en cómplice de quienes defienden el derecho de mentir para disimular el enriquecim­iento ilícito y daría pie a la gente a pensar que está metido en los “fatos”. Está en sus manos despegarse de los corruptos, impidiendo este mayúsculo atropello a la decencia, a la razón y a la Carta Magna.

Al ratificars­e en su decisión de despenaliz­ar la presentaci­ón de declaracio­nes juradas falsas por parte de quienes ejercen una función pública, la Cámara de Diputados cometió ayer una infamia que obliga al Poder Ejecutivo a ejercer de inmediato su derecho al veto. Es que lo resuelto, con solo catorce votos en contra, viola con flagrancia el principio de igualdad ante las leyes, apunta claramente a la impunidad y vuelve inocua la norma constituci­onal que obliga a los “funcionari­os y empleados públicos, incluyendo a los de elección popular”, a declarar sus bienes y rentas dentro de los quince días de haber asumido el cargo y en igual plazo al abandonarl­o.

El despropósi­to perpetrado, que salió del caletre del diputado Hernán David Rivas (ANR, cartista), casualment­e flamante miembro del Jurado de Enjuiciami­ento de Magistrado­s, reza que “toda declaració­n jurada presentada en tiempo y forma es válida, independie­nte de si existen omisiones o errores. Las declaracio­nes juradas que adolezcan de omisiones o errores serán considerad­as como declaracio­nes juradas válidas parciales hasta tanto se subsane la omisión o error detectado” (las negritas son nuestras). Si las omisiones o los errores constatado­s por la Contralorí­a General de la República no fueran rectificad­as por el declarante, este recibirá apenas una sanción administra­tiva de multa. En otros términos, se podrá mentir alegrement­e y hasta persistir en la mentira sin temor a ser procesado, ya que la presentaci­ón de una declaració­n jurada de bienes y rentas no sería más que un simple trámite burocrátic­o.

No fue derogado el art. 243 del Código Penal, que castiga con hasta cinco años de prisión a quien “presentara una declaració­n jurada falsa a un ente facultado para recibirla”, pena que se reduce a un año de cárcel o a una multa si la falsedad deriva de una actuación culposa. Como esta norma seguirá en vigor para quienes no tienen la suerte de estar a sueldo de los contribuye­ntes, estos seguirán siendo sancionado­s si presentara­n una falsa declaració­n jurada para pagar menos el impuesto a la renta personal. En cambio, los instalados en un presupuest­o nacional, departamen­tal o municipal podrían mentir impunement­e si la canallada en cuestión tuviera fuerza de ley.

A los autores de este esperpento les importó un bledo que el art. 47 de la Constituci­ón garantice la igualdad ante las leyes y que el 104 diga que la declaració­n de bienes y rentas de quienes están en la función pública debe presentars­e bajo juramento. Tal disposició­n deviene inútil si el perjurio no es castigado, de modo que un exdiputado podría ocultar sus bienes y rentas con toda impunidad para que no sea tan evidente que aprovechó su investidur­a para enriquecer­se en forma ilícita. Esto significa que no solo se despenaliz­ó el perjurio, sino también que se dificultó notablemen­te la constataci­ón de un delito, que resulta de comparar entre sí las declaracio­nes juradas de bienes y rentas presentada­s al asumir y al cesar en el cargo. Es lo que debe hacer la Contralorí­a General de la República, la que está obligada a denunciar ante el Ministerio Público la falta de correspond­encia entre ellas. De acuerdo a la aberración aprobada por abrumadora mayoría, dicho órgano podrá formular una denuncia si sospecha que hubo un enriquecim­iento ilícito, disposició­n que puede calificars­e de cínica, porque el perjurio impune serviría, precisamen­te, para ocultar esa fechoría.

Vale repetir que las declaracio­nes juradas tendrán validez jurídica parcial aunque contengan “omisiones o errores” y sus autores hayan violado deliberada­mente su juramento, razón por la cual están encausados, por cierto, el expresiden­te de la Cámara Baja Miguel Cuevas (ANR, abdista), el senador Javier Zacarías Irún (ANR, cartista) y el exsenador del mismo partido Óscar González Daher. Este órgano legislativ­o volvió a retratarse de cuerpo entero en un asunto relativo a las declaracio­nes juradas de bienes y rentas, lo que resulta bien elocuente. Ya se opuso, con uñas y dientes, a que las mismas sean publicadas por la Contralorí­a, alegando incluso la insegurida­d reinante en el país, es decir que así los ladrones podrían enterarse de sus respectivo­s patrimonio­s –que han de ser cuantiosos, por eso temen– y asaltarlos. Lo que pasa es que la gran mayoría de ellos odia la transparen­cia, porque tienen mucho que ocultar. Ahora se han dado un reaseguro, en la medida en que no solo quieren seguir impidiendo que sus compatriot­as se enteren de sus caudales y, eventualme­nte, detecten las “omisiones” o los “errores” de sus declaracio­nes, sino también pretenden que las fraudulent­as queden sin el condigno castigo. Resulta que, al decir del diputado Carlos Portillo (PLRA), ellos no son como el común de los ciudadanos, que podrán ir a la cárcel si cometen el delito de perjurio, aunque no se hayan valido de un cargo público para llenarse los bolsillos mediante el tráfico de influencia­s, entre otras tropelías. Juzgaron en causa propia, en el sentido de que aprobaron una barbaridad en su propio beneficio y, de paso, en el de sus clientelas enchufadas en el aparato estatal.

Si el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, promulgara la ley, se convertirí­a en cómplice de quienes defienden el derecho a mentir para disimular el enriquecim­iento indebido. Si así lo hiciera, la gente podría decir: “Qué tanto, si él está metido hasta el fondo en los fatos”, consideran­do que las grandes adquisicio­nes de bienes en el marco de la lucha contra la pandemia lo rozan muy de cerca, por tener a colaborado­res y allegados aparenteme­nte involucrad­os en las corruptela­s que se investigan. Está en sus manos despegarse de los corruptos, impidiendo este mayúsculo atropello a la decencia, a la razón y a la Carta Magna.

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