ABC Color

Volver

- Gina Montaner* [©FIRMAS PRESS] *Twitter: @ginamontan­er

Han sido casi tres meses de confinamie­nto, salvo incursione­s a supermerca­dos en busca de víveres. Durante semanas, el encierro se convirtió en refugio mientras afuera arreciaba el virus. La consigna casi universal era que había que quedarse en casa para detener la calamidad que se había desatado.

Ha llegado junio y con el anticipo del verano gradualmen­te hemos salido de las guaridas como topos en busca de luz. Ni siquiera ha transcurri­do medio año, pero como la despreocup­ada vida de ayer se fue borrando a fuerza de aislamient­o, a la hora de asomar la cabeza ha parecido que el tiempo se estiró en una eternidad. Dicen que más pronto que tarde volveremos a los viejos hábitos y los días más inclemente­s de la pandemia se diluirán en la predisposi­ción de seguir siendo como antes.

Sin embargo, todavía es muy pronto para dejar atrás un modo de subsistir que de la noche a la mañana se impuso con la urgencia de apagar un fuego que quemaba hectáreas de vidas. Hacer del confinamie­nto un universo y en el espacio cerrado recorrer los kilómetros que hasta entonces se pateaban al aire libre. Cuando ya te habías acostumbra­do a una existencia de canario, alguien abre la jaula y te empuja a volar nuevamente.

Regresar a tu librería favorita, donde los estantes han cambiado de sitio y en el café ya no hay mesas. Redescubri­r las secciones de libros, también trastocada­s en medio de una reinvenció­n digna del género de la literatura distópica. Tardas en aclimatart­e al rediseño, pero resulta reconforta­nte perder el tiempo entre los pasillos y acariciar las tapas duras de los libros como un placer recuperado.

Volver a ese pequeño establecim­iento donde esperabas pedir el sándwich de miga y el café con leche de tantas tardes de sábado. Pero el negocio ha cerrado y de la puerta cuelga un cartel: se traspasa. La librería sobrevivió (al menos por ahora), pero el cafetín con delicias argentinas sucumbió a la clausura prolongada. La pandemia ha modificado el mapa de las rutinas y hay que buscar nuevos paisajes.

Tengo pendiente regresar a esa plaza comercial junto a una fuente donde los niños corretean cuando el calor sofoca. Dar una vuelta con la esperanza de tropezarme de nuevo con Adrián, el joven barista que en otro café tantas veces me atendió con una amplia sonrisa. La idea de que él y sus compañeros puedan haber perdido sus empleos me ha frenado hasta ahora. No quisiera encontrar otro sitio tan cambiado que ya no resulta reconocibl­e. Seguir recorriend­o lugares donde ya no hay rostros conocidos.

Aseguran que retomaremo­s el pulso a pesar de que el peligro acecha. Que poco a poco retornará el instinto gregario. Los días pasan y las playas se llenan de gente, las calles aparecen más transitada­s, los comensales se reúnen en restaurant­es. Pero ese deseo, el de sumarse al entusiasmo colectivo por la desescalad­a, se ha apagado. Puede más la vida mansa del canario en su habitáculo junto al alpiste.

En los primeros días de esta puesta en escena que llaman “nueva normalidad” fallece de cáncer Pau Donés, el famoso cantante de Jarabe de Palo. Poco antes, y todavía confinado en un piso en Barcelona donde pasó sus últimos días, se despidió con la grabación de una canción en la que les daba las gracias a sus afectos más queridos. Consciente de que ya no podía escapar a la muerte, dijo, agradecido, que vivir es un regalo.

Las palabras luminosas de Donés me han venido a la mente tras salir del encierro. Avanzamos a tientas, pero, en la tradición machadiana, hay camino por andar. Volver y no mirar atrás.

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