Precariedad del país, disyuntiva terminal
La situación actual del Paraguay es crítica. Cualquiera, menos aquellos que por algún motivo no quieren verlo, se da cuenta de que estamos ante una disyuntiva terminal: o reorganizamos y saneamos el país o vamos a encontrarnos sumidos en una calamidad social, económica y política de proporciones incalculables y resultado imprevisible. Como vengo diciendo desde hace algunas semanas, la parálisis creada por la cuarentena sanitaria no es la causa, apenas ha sido el impulso fatal que ha acelerado un proceso de deterioro creciente que ya había convertido al Paraguay en un país precario, de instituciones disfuncionales y corrupción generalizada… No solo se ha acelerado, también se ha hecho meridianamente evidente hasta para los más optimistas que, con este presente actual, no tenemos futuro. Repasemos la situación: Decenas de empresas de todos los tamaños quebrando o al borde de la quiebra. Miles de empleos que ya se han perdido y otros tantos que están en suspensión, muchos de los cuales también se perderán, a causa de la reducción sin precedentes de la actividad económica y la retracción del consumo. Sumen a eso la dramática situación de tantos compatriotas que pasan hambre o que comen lo mínimo, gracias a las ollas populares, no sostenidas por el Estado, las gobernaciones o los municipios, sino por la solidaridad. No faltará quién argumente que situaciones similares están pasando en gran parte de los países del mundo a causa de la pandemia, así que conviene repasar otras situaciones también evidentes: El ciento por ciento de las compras para la salud pública estaban viciadas de corrupción, según la investigación del propio gobierno. Con las meritorias excepciones del caso, los legisladores están demasiado ocupados intentando ocultar sus declaraciones juradas para atender los problemas del país. Veamos otro aspecto: precario era antes de la cuarentena y precario sigue siendo todavía (más de tres meses después) nuestro sistema de salud. Precario es nuestro sistema educativo, que sigue dando palos de ciego y sin encontrar soluciones. Precario, por no decir inexistente, es nuestro sistema de contención social, que intenta poner paños fríos con programas que no funcionan bien y que, de todas formas, si llegaran a funcionar, son solo parches insostenibles en el tiempo. Si algo de esperanza ha de quedarnos a los paraguayos es que la ciudadanía ha demostrado muy mayoritariamente virtudes que quizás creíamos perdidas: la disciplina, que ha llevado a un respeto muy amplio de la cuarentena; la solidaridad, que ha contribuido a paliar la penuria poniendo comida en las ollas populares; la intensidad del enojo que, mal que bien, ha conseguido frenar las licitaciones truchas o “direccionadas” y los intentos del legislativo de convertirse en una casta con muchos privilegios y ninguna obligación ante la ley. Como dije, esas virtudes parecían perdidas, porque estaban ocultas tras una abrumadora y escandalosa abundancia de robos, malversaciones y rapiñas; de una justicia que, en lugar de ser ciega como los piratas de la película, parece tener un parche en el ojo con que mira a los poderosos y amigos y, en cambio, una lupa gigante para los débiles y los adversarios… Aunque, algo es algo, la Corte Suprema despertó de su larga siesta para frenar las pretensiones de los legisladores de convertir por ley, oficialmente, al país en una lavandería de dinero sucio. Pero volviendo a lo que dije al principio de esta nota: el Paraguay está, hoy por hoy, en un momento crucial, ante una disyuntiva terminal que determinará nuestro futuro como nación. Las fuerzas que quieren hacer cambios significativos y las fuerzas que quieren paralizar todo, diferir todo, obstruir todo, con la esperanza de que, pasada la pandemia, todo vuelva a ser como antes: mantener en funcionamiento la corrupción, la impunidad y el latrocinio. Esas fuerzas que defienden con uñas y dientes privilegios y rapiñas están ganando en el terreno de la política. Los mecanismos de preservación de privilegios, el clientelismo de los partidos políticos y el debilitamiento de las instituciones son muy poderosos y están funcionando a toda potencia. Sin embargo, no pueden ganar y están perdiendo en otros territorios: en lo económico y en lo social. Sin un saneamiento serio de las instituciones, sin una reforma verdadera del Estado, sin una limpieza profunda del sistema fiscal y de justicia, antes no había futuro, pero ahora no hay tampoco presente. Una cosa es que los ciudadanos soporten un país precario, unos servicios precarios, una sanidad precaria, una educación precaria, unas infraestructuras precarias, mientras las pueden sobrellevar en el presente, a la espera de un futuro mejor. Muy distinto es lo que va a ocurrir después de la pandemia, cuando el presente no pueda ser sobrellevado y sea imposible vislumbrar en el futuro ninguna luz de esperanza: es entonces cuando el malestar económico y la furia social se retroalimentan y explotan. Es entonces cuando los cambios que no se hicieron por las buenas se producen por las malas y las decisiones, para bien o para mal, dejan de tomarse en las oficinas y comienzan a tomarse en las calles. Supongo que para algunos de los defensores del status quo actual lo que estoy diciendo es algo así como chino antiguo. Ni quieren ver lo que está pasando ahora mismo y, en consecuencia, ni siquiera pueden imaginar lo que eso anuncia para el futuro.