Burocracia rica, Estado famélico
Debería ser obvio para cualquier persona de mediana inteligencia y formación que en el futuro inmediato el Paraguay enfrentará una disyuntiva sin terceras opciones: o se realiza una verdadera, profunda y razonable reforma del sector público y todas sus instituciones o, inevitablemente, tendremos una nación pobre, endeudada y dividida, en permanente riesgo de colapso social. Viendo cómo se ha gestionado la crisis de la pandemia, tanto desde el punto de vista sanitario como del económico y social, resulta evidente que, aún si los altos cargos de la administración, ya sean electos o nombrados, tuvieran la mejor voluntad de hacer bien las cosas, lo encontrarían imposible, a causa de la inercia de una burocracia diseñada para favorecer la corrupción y la impunidad, que se ha enquistado en la administración pública, volviéndose cada vez más poderosa y autónoma. La preeminencia del funcionariado incompetente y corrupto ha convertido a las instituciones en verdaderos parásitos, que se alimentan de los recursos del Estado… Conviene aclarar aquí que si no hubiera funcionarios honestos y eficientes, el país habría colapsado hace rato, pero lo cierto es que, como para “hacer carrera” es más importante tener padrinos, hacer hurras y chupar medias, esos funcionarios que hacen el trabajo no son casi nunca los que ascienden a cargos claves. Siempre que hablo del Estado alguien me objeta que se trata de una abstracción y que lo que en realidad existe son los gobiernos… Y sí, es una abstracción, pero no es cierto que no exista: el Estado es el conjunto de recursos, servicios e instituciones imprescindibles para que una nación se consolide como país autónomo; los gobiernos son sencillamente los encargados de administrarlo. Lo que ha ocurrido en nuestro país es que la maquinaria burocrática ha crecido sin control, se ha encarecido sin medida y se ha corrompido sin consecuencias y, por ello, se ha convertido en un voraz mecanismo de dilapidar recursos, tanto por inoperancia y corrupción como por la enormidad de cargos y sueldos innecesarios, además de planilleros, operadores políticos o remuneraciones desproporcionadas al trabajo, etc. La situación se ha vuelto tan terminal que, hoy por hoy, los gobiernos apenas tienen influencia en el manejo de la administración pública. Los gobernantes, tanto en la administración central como en las gobernaciones y municipios, contribuyen a empeorar la situación, colocando a más amigos, parientes y operadores políticos, pero ya no tienen la capacidad de mejorar las cosas. Podría poner mil ejemplos, pero dos de ellos resultan bien comprensibles y significativos: cuando el ministro de Hacienda, Benigno López, intentó racionalizar las aduanas, los funcionarios simplemente se resistieron, inclusive lo amenazaron y, a decir verdad, le ganaron la pulseada al que se considera el segundo hombre más poderoso de este gobierno. El otro ejemplo es más reciente y todos lo tenemos en la memoria. Quizás peque de ingenuo, pero soy de los que todavía creen que el ministro de Salud, Julio Mazzoleni, ha intentado hacer bien las cosas, pero ha encontrado que la maquinaria de su ministerio no sabe, no puede y no quiere hacerlas. Así el “capitán del barco” de los primeros días, hoy por hoy, más bien parece el jinete de un caballo desbocado, cuyas recomendaciones sanitarias no cumplen ni siquiera todos sus viceministros. Así hemos llegado a tener una clase política millonaria, una burocracia rica y un Estado famélico, incapaz de proveer los servicios que el país necesitaba antes para prosperar, necesita ahora para subsistir y que pronto necesitará más aún para recuperarse de la calamidad de la pandemia. Paraguay no es un país tan pobre, el problema es la sobreabundancia de parásitos muy prósperos.