Pérdida de investidura no es para venganza ni persecución política.
Ni el diario de sesiones de la Comisión Redactora de la Constitución ni el de la Convención Nacional, que la sancionó y promulgó, registran debate alguno sobre la norma relativa a la pérdida de investidura de los legisladores. Habría sido indudable, pues, la necesidad de que las respectivas Cámaras castiguen, entre otras cosas, “el uso indebido de influencias, fehacientemente comprobado”, en que haya incurrido algún miembro. Resulta obvio que esa facultad debe ejercerse dentro de los límites de la sana razón, respondiendo a la letra y al espíritu del art. 201 de la Carta Magna. Y bien, en los últimos días han surgido serios indicios de que se busca recurrir a esa atribución constitucional con fines que tendrían que ver más con la inquina personal o el internismo partidario antes que con el saneamiento institucional. La pérdida de la investidura no fue concebida para la venganza ni para la persecución política, sino para que las Cámaras merezcan el apelativo de “honorables”.
Ni el diario de sesiones de la Comisión Redactora de la Constitución ni el de la Convención Nacional, que la sancionó y promulgó, registran debate alguno sobre la norma relativa a la pérdida de investidura de los legisladores. Habría sido indudable, pues, la necesidad de que las respectivas Cámaras castiguen, entre otras cosas, “el uso indebido de influencias, fehacientemente comprobado”, en que haya incurrido algún miembro. Es lamentable que se siga discutiendo la mayoría requerida para adoptar una medida tan grave, pero queda claro que el Congreso tiene la facultad de depurarse a sí mismo, en determinados casos.
Resulta obvio que esa facultad deber ejercerse dentro de los límites de la sana razón, respondiendo a la letra y al espíritu del art. 201 de la Carta Magna. Y bien, en los últimos días han surgido serios indicios de que se busca recurrir a esa atribución constitucional con fines que tendrían que ver más con la inquina personal o el internismo partidario antes que con el saneamiento institucional. La pérdida de la investidura no fue concebida para la venganza ni para la persecución política, sino para que las Cámaras merezcan el apelativo de “honorables”.
La redoblada pretensión de abusar de esa potestad hace que se esté entrando en un “juego perverso, peligroso”, como bien dijo el senador Amado Florentín (PLRA), al tiempo de sugerir que se aguarde la sanción de la ley reglamentaria de la norma constitucional antes citada. Sus colegas Blanca Ovelar (ANR, abdista) y Hugo Richer (FG) son de similar opinión, según sus dichos publicados por un diario local. La primera cree que “esto va camino a un todos contra todos, con condimentos ideológicos, de simpatía política”, en tanto que el segundo estima que “se está perdiendo la seriedad” y que en las iniciativas de los legisladores están prevaleciendo las contradicciones internas o cuestiones ideológicas, “pero nadie habla de pruebas fehacientemente comprobadas”,
que es donde enfatiza la Constitución.
Parece excesivo atribuir estas querellas a discrepancias ideológicas, dado que la gran mayoría de los legisladores no se distingue por su férrea adhesión a alguna doctrina. Lo que está ocurriendo parece más bien pelea de conventillo entre inquilinos quisquillosos, antes que lo que debería ser un debate serio sobre tema tan importante, como es la depuración de las Cámaras del Congreso.
Es lamentable ver que muchas iniciativas que se desean tomar, y que, a primera vista, parecen plausibles, se pudren cuando llegan a manos de ciertos legisladores, acostumbrados a transitar por el camino torcido. Por eso, cualquiera sea el desenlace, no es arriesgado suponer que la medida en cuestión está en vías de perder legitimidad debido al abuso. Lo grave es que esta consecuencia beneficiará a los sinvergüenzas, pues en adelante podrían alegar que fueron injustamente afectados por la saña de sus colegas. Es lo que suele pasar cuando se distorsiona una facultad normativa. Hasta se corre el riesgo de que la opinión pública concluya, retrospectivamente, que el exsenador colorado Óscar González Daher habría sido una pobre víctima del “juego perverso, peligroso”, de la lucha de “todos contra todos” influida por la ideología o de la pérdida de “seriedad”. Más aún, la Corte Suprema de Justicia, que aún debe resolver ciertas acciones de inconstitucionalidad contra la pérdida de una investidura senatorial, podría tener en cuenta la irresponsabilidad reinante en la materia, reflejada en la verosímil situación descrita por tres senadores de diversas banderías.
Nótese la divergencia entre ambas Cámaras: hasta ahora, en la de Diputados nadie ha perdido su investidura ni obran en carpeta pedidos al respecto, como si ninguno de sus 80 miembros haya hecho alguna vez un uso incorrecto de sus influencias. Claro que ello no autoriza a inferir que la Cámara Baja sea armoniosa y seria ni que, por tanto, no manosee alegremente la Constitución. Si allí se peca de suma condescendencia con los facinerosos, los senadores compiten por aparecer ante la ciudadanía como celosos defensores de la moral pública, aunque el móvil real sea bien distinto. Si en un caso se renuncia al ejercicio de una atribución tendiente al necesario saneamiento institucional, en el otro se estaría pervirtiendo este noble propósito.
No debería ser muy difícil evitar incurrir en tales despropósitos: solo es preciso atender la letra y el sentido de la Carta Magna, colocando el interés nacional por encima del amiguismo o el espíritu de cuerpo, así como del “internismo”, la malquerencia o la intolerancia. Como en nuestro país no existe la revocatoria del mandato, la ciudadanía debe poder confiar en que la pérdida de la investidura sirva como una suerte de medida sustitutiva para apartar a los legisladores indignos. Ello supone que quienes la apliquen actúen con rigor y sensatez, es decir, que sean serios. Pero ahora la cuestión se transformó en una verdadera caza de brujas, según la cara del cliente. Como siempre, en el Congreso, quien pierde es la República.