Ser santo para ser feliz
Mt 4,25 –5,12
Celebramos la solemnidad de Todos los Santos, lo que significa que alabamos a Dios por la obra maravillosa que su gracia ha realizado en una muchedumbre incalculable de hermanos nuestros, que ya disfrutan de Su feliz compañía.
Nosotros conocemos los santos canonizados, cuyos nombres están en el Misal y de quien sabemos los datos básicos de su vida y de sus trabajos. Sin embargo, hay un sinnúmero de gente que está con Dios, pero que no sabemos, prácticamente, nada de sus cosas. Por ejemplo: nuestro bisabuelo, o la abuela de un primo, o personas de otros continentes y otros siglos.
Hoy, celebramos Todos los Santos, pues todos han sabido vencer al mal y andar por los caminos del Evangelio, y ahora son nuestros intercesores delante de la Majestad Divina.
La Iglesia, como Madre y Maestra, inculca el sentido de la “vocación universal a la santidad”, para expresar que todos los que estamos peregrinando en este mundo debemos ser santos, pero, no como algo “opcional”, sino como el primer deber de todo bautizado, y podemos decir, de toda persona sensata, que busca el bien de los demás.
Nunca nos olvidemos de la contundente pregunta de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde a sí mismo?”.
Ahora, la pelota está en nuestros pies y debemos hacer muchos goles. Para vencer el partido, merecer la faja de campeón y la corona de gloria, Jesús nos enseña las bienaventuranzas.
Todos queremos ser felices y hay caminos verdaderos que nos llevan a esto, pero hay caminos bestiales, que nos despachan para el lado opuesto.
Con las bienaventuranzas Él enseña a combatir las falacias del mundo y de la sociedad de consumo, y muestra cómo funcionan los criterios de Dios, que, afortunadamente, son diferentes de los razonamientos humanos, tan marcados por las vanidades, y a veces, por traumas psíquicos de amargas consecuencias.
Las bienaventuranzas manifiestan las actitudes propias de quienes optan por el Reino de Dios, o sea, por las relaciones interpersonales marcadas por el ejemplo de Jesucristo.
La primera de ellas es la más importante, y tal vez, la más difícil de comprender: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos”.
Vivir las ocho bienaventuranzas conduce a una profunda felicidad, porque le hace a uno semejante a Jesús en su empeño por la justicia distributiva, por la tolerancia con los pesados, por la pureza de corazón, libre de indecencias, por la misericordia y por la construcción de la paz.
Paz y bien. hnojoemar@gmail.com