La esperanza de los cristianos
En el artículo del lunes pasado, en esta misma columna de opinión, comenté que todos los seres humanos tenemos necesidad y derecho de esperanza. Sin esperanza, nuestra vida no tiene horizonte ni sentido ni viabilidad. En las sociedades democráticas desarrolladas con justicia, la esperanza de sobrevivencia e incluso de bienestar y calidad de vida se sustenta en la organización social y política que posibilita la conjunción y contribución de los esfuerzos personales de todos y su respectiva y justa participación en el bien común, ética y competentemente administrado. La historia ha demostrado en repetidas ocasiones y se sigue demostrando en la actualidad que los auténticos cristianos, fieles seguidores de Jesucristo, además de sus obligaciones ciudadanas aportan un extraordinario plus a la esperanza humana sociopolítica, cooperando y esperando instalar en el mundo el Reino de Cristo, el Reino de Dios, que no es como los de este mundo, trasciende fronteras, razas y culturas, se rige por la ley del amor, incluye a todos como hermanos por ser hijos de nuestro Padre Dios y se constituye en reino de justicia, de amor y consecuentemente de paz. Mucho más aún, la esperanza cristiana incluye la esperanza de la salvación eterna que trasciende la muerte; salvación que Cristo nos ha alcanzado de una vez para siempre, pero cuya plenitud aún no se nos ha manifestado del todo en nuestras vidas, a la espera de nuestra fe integral y coherente en Jesús y el encuentro definitivo con él. Esta esperanza cristiana, por el valor de su trascendencia eterna, relativiza el sufrimiento de la muerte, ya que la muerte no es el fin de nuestro ser, sino el paso a vivir con Jesús en Dios. Era la convicción de los mártires de Roma, quienes aun siendo perseguidos, encarcelados y cruelmente devorados por leones, mantenían tan viva su esperanza por la fe y porque comprobaban que “su sangre era semilla de cristianos”. Es la misma experiencia de esperanza trascendente que actualmente viven en el mundo 245 millones de cristianos, perseguidos sólo por su fe. Aunque parezca increíble por estar en el siglo XXI, son cincuenta los países donde los cristianos padecen persecución, entre los que destacan por su crueldad y cantidad de asesinatos Corea del Norte (en comunismo y ateísmo con dictadura totalitaria), Somalia y Afganistán. En el 2020, el 46% de los 50 países perseguidores acrecentaron la persecución, la lideran Arabia Saudita, China y Marruecos. ¿Por qué la esperanza cristiana trascendente es tan fuerte, que persiste en la historia y ni la persecución, la tortura y la muerte la derrotan? Nuestra esperanza cristiana surge de la fe y se fundamenta en Jesucristo. Contamos con la totalidad de su persona, de su amor que brota del corazón abierto, con su presencia activa que permanece en nosotros al recibirlo en la Eucaristía, con la sabiduría de su palabra, con la genialidad de su proyecto para la humanidad, su victoria sobre la muerte y el poder de su resurrección. Nos ha prometido que no nos dejará huérfanos, que nos acompañará hasta el final de los tiempos, que su Espíritu nos recordará lo que él nos enseñó y lo que no, nos defenderá como abogado ante los tribunales injustos y nos dará poder para hacer cosas aún mayores que las que él hizo. Jesús nos espera preparándonos un sitio para que estemos con él en el Padre y, entre tanto, si estamos cansados y agobiados nos invita a acudir a él, porque él quiere aliviarnos. Jesús nos entregó un talonario de cheques firmados en blanco contra la cuenta inagotable del banco de su poder y amor divinos. Lo dice el evangelista san Juan: “Ama hasta el extremo”, “Nadie ama más que el que da la vida por sus amigos” y “Para Dios nada es imposible”. Los que conocemos a Jesús podemos decir lo que san Pablo le escribió a Timoteo: “Sé en quien he puesto mi confianza”. ¿Cuánta es nuestra esperanza cristiana? Si tuviéramos fe como un grano de mostaza, podríamos trasladar montañas: construir el Reino de justicia, amor y paz.