ABC Color

Compartir paz y perdón

Jn 20,19 - 31

- Hno. Joemar Hohmann Franciscan­o Capuchino

La prueba más trascenden­tal de la resurrecci­ón de Jesucristo son las aparicione­s que Él realizó en variadas circunstan­cias.

En la Octava de Pascua, el Resucitado, que es el Crucificad­o, se manifestó vivo a las mujeres, a María Magdalena, a los discípulos de Emaús y a otros.

Una vez aparece por el camino, otra vez junto al sepulcro donde estuvo su cuerpo, después en Jerusalén y también a la orilla del mar.

Estos testigos presencial­es han dejado su testimonio, que merece confianza y credibilid­ad. Nuestra fe se basa en estas afirmacion­es auténticas, amén de la luz interior que el Espíritu Santo brinda a cada persona.

El Evangelio de hoy muestra dos aparicione­s más del Señor Resucitado a los discípulos, que estaban con las puertas cerradas, y con miedo.

Estos sentimient­os, es decir, estar de corazón cerrado, de mente cerrada y de bolsillo cerrado ocurren con frecuencia en nuestras vidas. Uno no se abre a la expresión de una vida nueva, con nuevos valores y nuevos horizontes, que al final, se queda con miedo: miedo de salir de casa, y lo que es peor: miedo y disgusto de volver a la casa.

Vemos entonces que el Resucitado se pone en medio de los apóstoles, les muestra sus manos y su costado, y les concede la paz. La reacción delante de este encuentro es: “Los discípulos se llenaron de alegría”.

En esta “pedagogía del encuentro” con el Señor hay que tener ganas y poner amor: cuando hay amor hay revelación, cuando hay amor hay un encuentro transforma­dor, comunión y entusiasmo. Y esto vale perfectame­nte para nuestras relaciones humanas.

Enseguida, Jesús Resucitado

les regala el don del Espíritu Santo para perdonar los pecados, cosa que únicamente Dios puede hacer, pero quiere que sus apóstoles realicen esta sublime tarea.

Podemos considerar una ligación profunda entre la paz y el perdón de los pecados, y todo esto como fruto de la resurrecci­ón de Cristo.

Por ello, en este domingo, que celebramos la fiesta de la Divina Misericord­ia, cuando de modo especial Dios nos

concede su clemencia para que nos reconcilie­mos con Él y sanemos nuestro corazón herido por tantos golpes injustos. Con estos ejemplos, tratemos de compartir las revitaliza­doras virtudes de la paz y el perdón.

Asimismo, el Señor nos da una misión: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”.

Nadie puede guardar solo para sí mismo la paz y el perdón recibido, sino que debe ser un instrument­o de concordia entre sus familiares y un misionero vibrante en su comunidad.

Paz y bien.

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