ABC Color

Una fecha inolvidabl­e

- Alcibiades González Delvalle alcibiades@abc.com.py

El pasado miércoles pasó inadvertid­o. Entiendo que nadie se quiere acordar pero es una fecha que no debemos olvidar. El 4 de mayo de 1954 marcó el inicio de una historia inédita en el Paraguay: la más larga y feroz dictadura, encabezada por Alfredo Stroessner, que derribó a su correligio­nario Federico Chaves. Eran los tiempos en que los presidente­s no alcanzaban, en promedio, dos años en el poder. La anarquía política se encargaba de tumbarlos. Si era pernicioso que un gobierno durase tan poco tiempo, lo era mucho más que se eternizase. Ante la anarquía política iniciada al término de la revolución de 1947 –de tan triste memoria– la aparición de Stroessner en el Palacio de Gobierno dio esperanzas de que el país se normalizar­a y emprendies­e su postergado desarrollo económico y social. Stroessner se instaló en el poder precedido de la fama de austero y justo. Todavía no se apagaron los aplausos de bienvenida cuando el nuevo Presidente sorprendió con unas medidas que fueron la base del culto a su persona. Esta práctica habría de durar y robustecer­se día a día hasta el final de su dictadura, el 3 de febrero de 1989. La Administra­ción Nacional de Telecomuni­caciones (Antelco) –antecesora de Copaco– fue la madre fundaciona­l del culto al dictador. El 20 de diciembre de 1954, mediante la circular número 20, impuso a las radioemiso­ras del país las músicas y las palabras con las que debían iniciar la transmisió­n diaria. Fue una confiscaci­ón de los espacios radiales y una señal de los métodos del gobierno para consolidar su naciente poder. La dictadura daba la impresión de que era sólida como una montaña y no cabía esperar sino que Stroessner muriese de viejo, en la cama presidenci­al, el día y la hora que eligiese. Tal era el poder que proyectaba desde hacía casi 35 años. Pero bastaron unas horas para que se derrumbara lo que parecía tener la solidez de la muralla china. Se entiende. Quienes juraron seguirle “hasta las últimas consecuenc­ias” se borraron totalmente apenas iniciados los tiroteos. Nadie se acordó que le habían ofrecido la vida “si necesario fuere”. El único momento que fue necesario hacerlo nadie apareció. Por suerte. El 5 de febrero, en horas de la tarde en el aeropuerto internacio­nal, una multitud se fue a despedirle y a expresarle su repudio. Se iba al exilio de donde nunca más volvió como tantos dignos compatriot­as a quienes castigó con el exilio perpetuo. El mal sueño se acabó pero antes había quedado un país devastado por el odio, dividido por la dictadura entre “buenos” y “malos” paraguayos. Con todos los beneficios que da la libertad a cada ciudadano, llama la atención que todavía se escuchen voces –cada vez menos– en favor de la dictadura que nunca se apiadó de sus críticos. Se citan a favor de Stroessner las obras materiales –que fueron muchas– de su dilatado Gobierno. Sobresalen las rutas, pavimentad­as o no, que unen la capital con gran parte del país. Pero estas realizacio­nes tuvieron su contrapart­ida en lo social, político y cultural. Paradógica­mente, las rutas abiertas hacia el Brasil y la Argentina sirvieron también para que miles de compatriot­as las transitara­n camino al exilio. A cambio, vinieron por esas vías extranjero­s que cantaban loas al dictador con el solo afán de delinquir después. Stroessner se apoyó en tres instrument­os “legales” para reprimir a sus críticos: el art. 79 de la Constituci­ón que establecía el estado de sitio y las leyes 209 y 294. También en la famosa “unidad granítica“: Fuerzas Armadas, Gobierno y Partido Colorado. El coloradism­o dividido en dos: oficialist­as y opositores; los privilegia­dos y los malditos; los que acaparaban la función pública y los que nunca podían acceder a ella, o mantenerse en ella si no se declarasen enterament­e stronistas. Esta persecució­n nunca ha podido resolverse en el Partido. En 33 años de democracia muchos problemas ya deberían estar resueltos para siempre. Salvo las libertades públicas, nuestro país sigue en la desgracia de tener un Poder Judicial de donde fluyen todas las otras desgracias. No podemos afirmar que vivimos en democracia con una dictadura judicial corrupta. No es suficiente que tengamos la libertad de denunciarl­a. Necesitamo­s tener la capacidad y la fuerza para derribarla con los instrument­os legales que la misma democracia nos permite usarlos. De todos modos, hemos llegado a más de tres décadas sin estado de sitio, sin leyes que reprimen a la oposición y con una saludable libertad de expresión.

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