ABC Color

Cuento de Navidad

- Guillermo Domaniczky guille@abc.com.py

Había una vez un reino que era envidiado por todos los otros reinos.

En este reino se producía tanta energía que la terminaban cediendo generosame­nte a sus vecinos, que sobrelleva­ban de este modo la crisis de una demanda cada vez más creciente de sus pueblos.

En este reino sin embargo todo se hacía con la energía que generaban, desde cocinar hasta desplazars­e de un punto a otro de cada comarca.

El reino tenía también una riqueza invaluable: el agua. Bajo los pies de sus pobladores corría una de las mayores reservas, que, convenient­emente aprovechad­a y cuidada, les servía para sobrelleva­r la crisis que se había desatado en otros reinos por una gran sequía universal.

Este reino tenía también otra enorme ventaja sobre otros, sus tierras eran mayoritari­amente fértiles, por lo que convenient­emente trabajadas eran una fuente abundante de producción de alimentos que incluso servían para abastecer a otros reinos, por la capacidad que tenían no solo de autoabaste­cerse sino de generar riquezas trabajando la tierra.

Lo mismo podía decirse de sus animales, el ganado pastaba plácidamen­te en varias de sus comarcas y la carne obtenida era motivo de halagos en otros reinos que se disputaban su compra e intercambi­o.

El pueblo de este reino era mayoritari­amente joven, vigoroso y apto para el trabajo, y la vida colectiva era intensa y demandaba diversos oficios.

Sus mayores ya gozaban del merecido descanso tras años de servicio a la corona, amparados en esa gran fuerza laboral que constituía la población mayoritari­amente juvenil que generaba riquezas exponencia­lmente.

El reino estaba además en una ubicación geográfica muy buena, no tenía problemas sísmicos, ni terremotos ni maremotos, ni deslizamie­ntos de tierra ni huracanes.

No tenía una geografía hostil, y si bien no tenía costas sobre los océanos, era un lugar privilegia­do de tránsito y conexión entre dos de ellos para el intercambi­o comercial.

Las diferentes comarcas del reino eran mayoritari­amente unidas, de tanto en tanto surgían algunas tontas rivalidade­s por formar parte de tal o cual comarca, pero estas nunca llegaban a ser peleas que generasen guerras ni conmocione­s internas.

Tampoco existían persecucio­nes por idolatría ni se estigmatiz­aba a nadie por sus creencias o por seguir a otros dioses, entendiend­o que este era un derecho de cada poblador, que no afectaba al resto del pueblo.

El problema que sí tenía este reino es que de tanto en tanto descubrían que los administra­dores de algunas comarcas cometían abusos, despojando al pueblo de sus recursos, medrando en beneficio propio.

Pero entonces el soberano, consciente de su responsabi­lidad, enviaba al patíbulo al administra­dor infiel, lanzando un mensaje ejemplific­ador a quien osase intentar imitarlo.

Era así que el soberano quien ejercía todo su poder, castigando de forma implacable a quien osase apropiarse de forma indebida de los recursos que eran para todos.

El reino seguía así, sano y fuerte, aprovechan­do todas sus riquezas en beneficio del pueblo.

Algún malvado podría sugerir cambiar el título de este cuento por el de Cuento del Día de los Inocentes.

Pero lo bueno de la ficción (y del perseveran­te optimismo), es que permite estas ingenuas licencias.

Y consideran­do que el próximo domingo ya será otro año: ¡Feliz 2023!

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