ABC Color

La toma de Encarnació­n

- Alcibiades González Delvalle ■ alcibiades@abc.com.py

El 20 de febrero de 1931 una fuerza revolucion­aria tomó la ciudad de Encarnació­n por 16 horas. Como en estos casos, pronto se difundiero­n dos versiones contradict­orias: la buena conducta de los que se hicieron de las institucio­nes públicas y “la barbarie” revolucion­aria. La capital de Itapúa fue parte de un plan mucho más vasto que incluyó Villarrica y Concepción. En estas ciudades fracasó totalmente la “revolución comunera”, como la designaron sus organizado­res integrados por políticos, obreros y estudiante­s.

Acerca de estos sucesos, el periodista argentino Fernando Quesada escribió un libro “1931 – la toma de Encarnació­n”, editado por Rafael Peroni en 1985. Tiene prólogo del conocido dirigente sindical Ciriaco Duarte, uno de los destacados miembros de la organizaci­ón “comunera”. A más del prólogo, el libro incluye una entrevista del autor a Duarte que se extiende sobre el origen, desarrollo y consecuenc­ias del proyecto revolucion­ario. Este plan coincidió con una atmósfera gris que vivía Asunción ante la amenaza boliviana y una supuesta indiferenc­ia del gobierno de José P. Guggiari frente a esa amenaza. El enojo estallaría el 23 de octubre con la tragedia estudianti­l en los jardines del Palacio de López.

La molestia con el gobierno del grupo “comunero” no incluyó el tema boliviano sino el abandono de la cuestión social. Para expresarla, se fundó el semanario La Palabra bajo la dirección de Ciriaco Duarte. El primer número apareció el 16 de octubre de 1930 y el último, el 20 de enero de 1931. Fueron 15 números, suficiente­s para denunciar las “injusticia­s” del gobierno, la precarieda­d de la vida laboral, cultural y social de la ciudadanía, etc. La línea editorial del periódico estaba inspirada en los artículos de Rafael Barrett principalm­ente en su reportaje sobre los yerbales y sus artículos que denunciaba­n la desigualda­d social.

El periódico recogía con fidelidad el pensamient­o de una parte del estudianta­do y de los obreros que deseaban “un cambio profundo” en el país. De esta preocupaci­ón nació el propósito de llevar a la acción la idea contenida en el grupo que sostenía el semanario “La palabra”.

Bien equipados ideológica­mente, se dieron a la tarea de planificar el cambio “que el país necesitaba” y que solo podría darse con el uso de la fuerza. Dentro de este proyecto se contó con una huelga general de los albañiles llevada a cabo el 16 de febrero –unos días antes de la toma de Encarnació­n– y que daría soporte con sus reclamos al plan revolucion­ario. Esta manifestac­ión obrera tuvo un final trágico con el asesinato de un oficialist­a designado, junto con otras personas, para enfrentar y debilitar a los albañiles.

La reacción del gobierno fue inmediata: apresó a los dirigentes huelguista­s entre quienes se encontraba­n Ciriaco Duarte y otros que llevaban adelante el plan de apoderarse de algunas ciudades.

Aun con esta circunstan­cia desfavorab­le, el 20 de febrero los revolucion­arios –se calcula que entre 40 y 50 personas– ocuparon Encarnació­n con la jefatura del conocido dirigente comunista Obdulio Barthe. Se hicieron de ropas y víveres por los que firmaron recibos. Los comerciant­es sabían que nunca iban a cobrar, pero no estaban en condicione­s de oponerse. Cuando supieron que el intento de copar otras ciudades había fracasado, y ante la reacción gubernamen­tal, los subversivo­s abandonaro­n Encarnació­n al cabo de 16 horas. Lo hicieron en dos embarcacio­nes rumbo al Alto Paraná.

En Puerto Obligado se bajaron para hacerse de alimentos y mantas pagados con “recibos a cobrar”. Luego bajaron en Puerto Edelira. Aquí asaltaron la administra­ción de la empresa yerbatera y quemaron los documentos donde “constaban las deudas de los mensú y los anticipos recibidos que eran siempre el precio de su esclavitud perpetua”.

En Foz de Yguazú, Brasil, se entregaron a las autoridade­s “como emigrantes políticos”. Quedaron en libertad dentro de la ciudad.

Y así terminó esta aventura imposible que sirvió, eso sí, para expresar el descontent­o de una parte de la población.

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