ABC Color

Quien dice pirámide de Kelsen quiere engañar

- Carlos César Trapani (*) Abogado. Exasesor jurídico de la Presidenci­a de la República.

Quisiera referirme a un discurso que en los últimos tiempos ha cobrado influjo y viene eclipsando el derecho en Paraguay, el cual parece condensars­e bien en una comprensió­n particular de la llamada pirámide de Kelsen. No sé cuándo comenzó este espectácul­o, pero, antes de que empiece su siguiente temporada, me interesa llamar la atención sobre sus consecuenc­ias negativas para la democracia constituci­onal.

La idea de la pirámide (que es atribuible a Kelsen, aunque aparenteme­nte él no haya empleado la metáfora, sino un continuado­r suyo) alude, en lo esencial, a la organizaci­ón estratific­ada del sistema jurídico sobre la base de la dinámica. Las normas que lo conforman se hallan configurad­as en niveles.

La pirámide, como representa­ción gráfica de la estructura jerárquica del ordenamien­to jurídico, ilustra la superiorid­ad de una norma sobre otra. De ahí que nos resulte útil para determinar, en caso de conflicto entre dos de ellas, cuál debe prevalecer.

Vale decir que no todos los casos de supuesta contradicc­ión entre normas de diferente rango siempre son sencillos de resolver. Algunos son difíciles, especialme­nte, por las caracterís­ticas del lenguaje constituci­onal (impreciso y ambiguo) y requieren de teorías que nos ayuden a definir qué es lo que cuenta a la hora de interpreta­r la Constituci­ón (i. e., el significad­o original, cierta lectura moral, la intención del legislador, etc.), para saber si hubo, en efecto, una violación a ella.

Volvamos a la pirámide (de Kelsen). Esta es una figura didáctica que sirve, entre otras cosas, para explicar la jerarquía normativa. Sin embargo, para algunos parecería que guarda relación con una forma distinta de concebir el derecho, al cual ya no lo considerar­íamos como un conjunto de reglas que debemos respetar porque han sido sancionada­s con arreglo a ciertas condicione­s y –por ende– son obligatori­as, sino como una práctica en la que cualquiera puede desobedece­r una norma porque, a su juicio, hay una superior que la invalida.

Por lo que veo, la cosa funciona más o menos del siguiente modo. Como todos podemos reconocer qué norma es más valiosa (todos vemos la pirámide, por decirlo así), estamos facultados a desacatar una regla que tiene que aplicarse si identifica­mos otra de más alto grado que, según nuestro criterio, sería contrariad­a.

Imaginemos que tenemos que hacer un trámite en una institució­n pública para obtener un permiso. La Constituci­ón impone que la realizació­n de cierto tipo de actividad debe estar regulada por el Estado. Por tanto, se aprueba una ley que establece qué autoridad otorga el permiso y, en términos generales, cuáles son los requerimie­ntos para obtenerlo. Luego, se expide un reglamento que, con precisión y detalle, regula las formalidad­es para obtener la licencia. Seguimos con fidelidad cada uno de los pasos legales, pero el funcionari­o a cargo nos niega la autorizaci­ón, replicando: “usted no es apto porque creo que esta ley y su reglamenta­ción son contrarias a la Constituci­ón, y, de acuerdo con la pirámide de Kelsen, ellas son inferiores”.

Este aventurado entendimie­nto del derecho echa por tierra una de sus propiedade­s fundamenta­les. Olvida que no solo se trata de reglas que observamos porque vienen de un lugar particular y satisfacen determinad­as exigencias, sino también de un sistema que delimita quién debe pronunciar­se, justamente, respecto a las normas que desvirtúan el contenido de otras de mayor categoría o incumplen los requisitos que estas últimas fijan. De suerte que si el Poder Judicial no ha dicho que tal ley o medida es inconstitu­cional, así lo sea, nadie está habilitado, por sí y ante sí, a ignorarla.

La apelación a la pirámide de Kelsen como herramient­a argumentat­iva para adoptar decisiones jurídicas, según entiendo, pareciera funcionar, en el clima de época actual, como pretexto para meter de contraband­o lo que nos gustaría hacer, en lugar de lo que el derecho manda hacer.

Las consecuenc­ias de esta manera de actuar son degradante­s. Vivir en una democracia constituci­onal implica, además de que gobiernan los que ganan las elecciones, que las mayorías están limitadas por reglas (como las que distribuye­n el poder político y organizan los procedimie­ntos para ejercerlo) y por los derechos de las personas. Por increíble que sea, cabe recordar, más que nunca, que la autoridad del derecho no depende de su coincidenc­ia con nuestros intereses y conviccion­es; cuando nos disgusta lo que ordena es cuando más relevante resulta cumplirlo.

La próxima vez que escuchemos que la solución de un conflicto puede seguir un curso distinto al señalado con exactitud por el sistema jurídico, y que la alternativ­a viene de la mano de entender la pirámide de Kelsen, bien haríamos en sospechar que, en realidad, quien lo dice está en desacuerdo con el derecho y acaso nos quiere engañar.

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