ABC Color

Este Gobierno tampoco muestra mucho interés hacia el drama indígena

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En los últimos días, para demandar asistencia, como lo vienen haciendo desde hace largos años, grupos de aborígenes adultos y menores han vuelto a ubicarse en miserables condicione­s en las cercanías de la sede del Instituto Paraguayo del Indígena (Indi), instalada en un cuartel militar capitalino bajo la presidenci­a de la exgobernad­ora del Alto Paraguay y exdiputada Marlene Ocampos, denunciada penalmente por el delito de lesión de confianza que habría cometido al ejercer el primer cargo.

El triste espectácul­o ya rutinario, al que la sociedad no debería habituarse como si ya integrara el paisaje urbano, pone en serio riesgo la salud y hasta la vida misma de los menores que viven en la inmundicia y a veces cruzan la avenida Gral. Artigas, además de inquietar al vecindario ante la eventual afectación de su patrimonio. Tras obtener víveres y promesas, los ocupantes de las vías públicas suelen retirarse al cabo de unas semanas, solo para ser pronto sustituido­s por otros nativos carenciado­s, que también yacerán en la calle en las mismas inhumanas condicione­s hasta recibir, en el mejor de los casos, la dádiva estatal que servirá solo para paliar sus necesidade­s durante un corto tiempo.

Esta vez, no llegaron al sitio los miembros del célebre “clan Domínguez”, pero sí unos doscientos aborígenes del departamen­to de Canindeyú, para reclamar la titulación de sus tierras, el acceso al agua potable, unos caminos siempre transitabl­es y una formación técnica para la producción agrícola. Por su parte, un grupo de los ya denominado­s “nativos urbanos” –cada vez más notorios en la Gran Asunción– reclama mil kilos de cajas de alimentos, habiendo recibido ya la promesa de que obtendrán productos para preparar ollas populares, pues el Indi no dispondría de fondos hasta junio de este año. Este es el eterno drama: nadie propone una solución de fondo, sino paliativos de corto plazo,

como si quienes manejan la cuestión obtuvieron réditos económicos o políticos de esos frecuentes operativos de salvataje momentáneo.

En cuanto a las tierras, la Constituci­ón reconoce a los nativos su propiedad comunitari­a; debe ser proveída gratuitame­nte por el Estado, siendo inembargab­le, indivisibl­e, intransfer­ible e imprescrip­tible. En consecuenc­ia, no puede ser arrendada. He aquí un grave problema que exige una decidida intervenci­ón de las autoridade­s competente­s para asegurar la vigencia efectiva de ese derecho indígena, frente a las invasiones de los “campesinos sin tierra” y a las maniobras ilícitas de los propios caciques, que suelen vender o dar en alquiler el bien comunitari­o, en beneficio propio. Bien se sabe que los profesiona­les de las ocupacione­s también lo toman por asalto para deforestar­lo y vender los rollos, con toda impunidad.

El Ministerio de Agricultur­a y Ganadería debería hacer mucho más para capacitar a los nativos en métodos de cultivo y de comerciali­zación: hay algunas experienci­as alentadora­s que permiten confiar en que los pobladores de sus 493 comunidade­s puedan no solo autosusten­tarse, sino también

prosperar en sus propios hábitats, sin verse forzados a emigrar a las zonas urbanas para vegetar en la miseria.

La drogadicci­ón, el alcoholism­o y la prostituci­ón, de la que no están exentas niñas ni adolescent­es explotadas por sus mayores, son los terribles resultados del desarraigo del terruño, provocado por el abandono estatal. En la práctica, eso de que “los pueblos indígenas tienen derecho a preservar y a desarrolla­r su identidad étnica en el respectivo hábitat” no pasa de ser una mera expresión de deseos, desmentida a lo largo y a lo ancho del país. Hace un par de semanas, una indígena de diez años de edad dio a luz en Ciudad del Este; se trata de un dramático ejemplo de que el Ministerio de la Niñez y la Adolescenc­ia tiene que prestar especial atención a la problemáti­ca de los menores de los pueblos originario­s.

El hambre y el envilecimi­ento que castigan a los “nativos urbanos” genera una tragedia cotidiana ante la cual no se debe ni se puede cerrar los ojos. Los 120.000 nativos no están siendo asistidos más que con la ocasional distribuci­ón de víveres; ellos necesitan mucho más para liberarse de la indigencia que los condena a sobrevivir en condicione­s inhumanas: necesitan ser instruidos y contar con asistencia médica regular, entre otras urgencias, para no verse obligados a vender sus cuerpos o sus votos, entre otras indignidad­es.

Nada indica hasta hoy que el actual Gobierno se interese más por su suerte que los anteriores, aparentand­o también ser tan indiferent­e ante las penurias de estos compatriot­as. Es imprescind­ible que se ocupe de una vez de tanta calamidad, en vez de limitarse a entregarle­s vituallas para que dejen de bloquear por un tiempo la avenida Artigas.

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