Nuestro país continúa recorriendo un vía crucis en numerosos ámbitos
El respeto a la institucionalidad es condición indispensable de un gobierno democrático, en el que el poder público no es ejercido exclusivamente por una o más personas determinadas que actúan sin someterse a ciertas normativas. De este principio se ocupa la Constitución al disponer que los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial gobiernan “en un sistema de separación, equilibrio, coordinación y recíproco control”, sin que ninguno de ellos pueda “atribuirse ni otorgar a otro o a persona alguna, individual o colectiva, facultades extraordinarias o la suma del poder público”, esto es, la dictadura. En nuestro país también integran dicho sistema los llamados órganos extrapoder, como el Consejo de la Magistratura (CM) y el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM), que se ocupan, respectivamente, de proponer ternas de candidatos a integrar la judicatura y el Ministerio Público y de juzgar a sus miembros, salvo los ministros de la Corte Suprema de Justicia y el fiscal general del Estado.
Es preocupante que este diseño constitucional esté siendo socavado en la práctica por un Gobierno paralelo de tendencia autoritaria, presuntamente ejercido por el presidente del partido oficialista con el apoyo de una sólida mayoría parlamentaria, integrada también por tránsfugas al parecer más influidos por el factor crematístico que por sus ideales. A través de marionetas, se violó la Constitución y el reglamento interno de la Cámara Alta, al privar de su investidura a la “molestosa” hoy exsenadora Kattya González, exhibiendo una intolerancia con repercusión internacional. Las instituciones también se ven gravemente afectadas cuando sirven para enchufar en el Presupuesto nacional a parientes cercanos –como el caso de los nepobabies que han proliferado en los últimos tiempos– contra la ley y la decencia, como si fuera lo más natural del mundo. Se diría así que los legisladores, por ejemplo, fueron elegidos también para servirse del Estado, a costa de los contribuyentes, sin el menor sentimiento de culpa.
En la práctica, ha desaparecido el “recíproco control” entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo formal, a lo que se suma que el cartismo de hecho también predomina en el CM, sobre todo tras el nombramiento irregular de su actual titular, la Dra. Alicia Pucheta, exvicepresidenta de la República bajo el Gobierno cartista y hoy al frente, además, del JEM. Si a ello se suma que, según todas las apariencias, Horacio Cartes también controla la Corte Suprema de Justicia, resulta que en buena medida tiene en sus manos la Administración de Justicia, que tiene a su cargo juzgar, por ejemplo, a sus senadores Hernán Rivas y Erico Galeano. También seguiría influyendo en el Ministerio Público, tal como lo hacía cuando estaba dirigido por Sandra Quiñónez, según surge de la imputación formulada por dos agentes fiscales contra el expresidente Mario Abdo Benítez y ocho excolaboradores suyos, en defensa del “prestigio” de quien ejerce el poder detrás del trono y al parecer cumpliendo instrucciones de su abogado, mientras
acumulan polvo las denuncias penales formuladas contra el supuesto “patrón”.
La buena marcha de las instituciones no depende solo del cumplimiento de las normas que las rigen, sino también de la calidad moral e intelectual de quienes deben aplicarlas o cumplirlas. Como es de conocimiento público, la del común de los congresistas es lamentable, al igual que la ineptitud de numerosos jueces y agentes fiscales, según muestran los resultados del último examen que rindieron ante el CM. Pero, evidentemente, esta no es una cuestión que preocupe a los que mandan, como se desprende de que un proyecto de ley que impone mayores exigencias para acceder al JEM, haya sido archivado por la mayoría cartista en la Cámara de Diputados.
Como se ve, son numerosas las estaciones que tiene este vía crucis que continúa transitando nuestro país en todos los órdenes. Vale la pena recordarlas en esta Semana Santa. Junto con el derroche y la ineficiencia, la bestia negra de la corrupción sigue atacando al país en todos los ámbitos, a lo que se agrega la inserción del crimen organizado en las instituciones públicas, una verdad reconocida por las más altas autoridades. Se necesita, pues, una revolución moral que redima al Paraguay de los males que lo lastran y le impiden aprovechar sus potencialidades.