Diario El Comercio

Arte y azar de los músicos callejeros

- Ramírez SERGIO Diario “La Nación” de Argentina, GDA –Glosado y editado–

En la amplia acera frente a la Real Academia de las Artes de San Fernando, donde pago visita cada vez a los Goyas que hay allí, casi solitarios, entre ellos el retrato de La Tirana, la garbosa actriz que desafía con la mirada a quien la contempla, tan antigua y tan viva en la pared, digo, al salir al sol que dora la calle de Alcalá y relampague­a en los cristales de los autos que vienen y van, aunque hace algo de frío, están esos músicos en la acera opuesta de la calle, unos músicos callejeros que forman una orquesta de cuerdas, y a los que puedo describir con precisión pues los fotografié con la cámara del teléfono, y aquí tengo conmigo ahora la foto, mientras escribo de cara a la ventana que da a esta tranquila calle de Princeton donde el otoño tiñe el follaje de ocre y roja herrumbre y oro viejo.

Son cinco. Hacia la izquierda, bastante separado de los demás, un violinista de jeans y chaqueta oscura, de mediana edad, a cuyos pies se halla el estuche del instrument­o, que sirve para recoger el dinero que la gente les va dejando al pasar. Enseguida, apoyado en la pared, de espaldas a una ventana de rejas, otro violinista, más joven que el anterior, más moreno y de barba oscura, de jeans también y gastados zapatos deportivos, que bien podría ser venezolano, o dominicano. Luego, sentado en un asiento portátil, está el cellista, quizás 60 años, de pelo blanco, que repasa el arco con aire distraído; atrás, contra la pared, descansa el estuche del cello. Sigue el otro cellista, gorro de montaña, la barba blanca y el aire también ausente, se diría melancólic­o, calzado con unos guantes que le dejan desnudos los dedos con que pulsa la encordadur­a del mástil, y maneja el arco. Y, por último, el contrabaji­sta, situado de perfil; el pelo le ralea en la coronilla, lleva anteojos de sol y esboza una media sonrisa.

Pero no es eso a lo que iba, ni que a lo mejor todo esto viene de que he estado leyendo “Lady Macbeth de Mtsensk”, el cuento de Nikolai Leskov del que Shostakóvi­ch compuso una ópera que no le gustó a Stalin. Estos músicos de conservato­rio han sido arrastrado­s hasta la calle por alguna suerte adversa, y cómo habrá llegado hasta ellos el venezolano o dominicano, no lo sé, porque no voy a interrumpi­r su concierto al aire libre para preguntárs­elos y hacerles perder así los euros que van cayendo en el estuche.

Todo esto me hace recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ramírez, y a mis tíos músicos en Masatepe, que formaban entre todos la orquesta Ramírez. Mi abuelo, el violín. Mi tío Francisco Luz, también el violín. Mi tío Alejandro, la flauta traversa. Mi tío Alberto, el de pelo blanco, el cello y el contrabajo. Y mi tío Carlos José, el clarinete y el saxofón. Y de ellos tambiénten­gounafotod­eporallí,de1953,tomada con una Kodak Brownie a mis 11 años.

Tocan en el atrio de la iglesia parroquial. Mi tío Alberto, de traje blanco y corbata negra, el arco en la mano, muy serio en la foto a pesar de ser un alegre bohemio empedernid­o, sostiene con la otra mano el mástil del instrument­o en espera atenta. Enseguida mi tío Francisco Luz, la mejilla contra la barbada del violín, lleva el sombrero puesto, calvo desde los 30 años. Mi abuelo está al centro, también de blanco, los faldones del saco de lino arrugado al aire, mientras pulsa con gravedad el arco. Mi tío Alejandro, la flauta en los labios, lee la partichela que un niño sostiene frente a él; es el único, los demás usan su memoria. Luego mi tío Carlos José, el menor de todos los hermanos, con el clarinete. Hay otros músicos en el conjunto, pero el cuadro lo cierra un viejo cuyo nombre no recuerdo, pero su rostro sí, que escucha con unción la música, algún himno religioso debe ser, el sombrero bajo el brazo.

O “La Granadera”, que era el himno liberal de la anticleric­al y ya disuelta República Federal Centroamer­icana, y que mi abuelo hacía pasar por música sacra.

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