Los heraldos del fracaso
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“Caballos de medianoche”
La historia de “Caballos de medianoche”, ópera prima de Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955) es digna de un cuento: un escritor joven, prácticamente desconocido, concreta un puñado de relatos con la esperanza de que algún editor se fije en ellos y acepte publicarlos. Después de dar mil vueltas, el manuscrito termina en las manos de Mario Vargas Llosa, quien sabe detectar los méritos de aquellos textos y no solo gestiona que estos lleguen a la imprenta, sino que escribe un prólogo elogioso que sirve como carta de presentación para una voz sorprendentemente madura y contrastable entre los colegas de su camada.
Han transcurrido cuatro décadas de la aparición del libro, y este se mantiene fresco y vigente. Sus virtudes siguen invictas; el lenguaje no se ha marchitado. Todo lo contrario. Su prosa hechiza al lector desde el primer párrafo de cada cuento, lo sumerge en la acción de forma natural, como quien se enfrasca sin mayores esfuerzos en la proyección de una película. Lo cinematográfico me parece central en “Caballos de medianoche”, no solo por esa agilidad que se apoya en lo visual y en los diálogos –también incólumes frente al pasodelosaños,lastendenciasylasmodas–,sinoporlacreaciónde una atmósfera poblada por personajes y espacios propios del cine negro, impregnada por el cinismo y el desencanto.
De la decena de cuentos que conforman el volumen, el más logrado es el que le da título, como ha señalado el consenso crítico. Efectivamente, se trata de una obra maestra, una de las mejores piezas narrativas breves firmadas por un autor peruano: la trama, sostenida en diálogos aparentemente triviales y una conclusión expuesta a través de una inquietante frialdad, dibuja con escalpelo la soterrada desesperación de un hombre maduro, que ha padecido una pérdida nunca revelada y, lastrado por el consumo de alcohol, toma una decisión terrible y definitiva. El cuento resulta ejemplar en el uso de los silencios y de lo sugerido: el lector es ganado por un malestar creciente, tan creciente como el incitante pulso con que Niño de Guzmán redondea su oscuro relato.
La influencia tutelar de Hemingway es evidente en estos cuentos, y Niño de Guzmán la exhibe con orgullo (incluso le dedica el libro). Hay, además, alguna pieza que es un rendido homenaje hacia él, como “Blues de un lunes neblinoso”, que se refugia en la sombra de “Colinas como elefantes blancos”, uno de los grandes éxitos del viejo Ernest. Pero no hay que exagerar con esta impronta. Niño de Guzmánreconocelapaternidaddelnobel,peronoseresignaauna condiciónmeramenteepigonal:ficcionesalestilode“elfindealgo” están teñidas de una amargura y un derrotismo que son más propios de Niño de Guzmán que del escritor de “La breve vida feliz de Francis Macomber”: no hay aquí heroísmo, resistencia o épica que valgan, pues los protagonistas ya han sido condenados al fracaso desde mucho antes de que se presenten en escena. Ese determinismo le confiere a este libro un hálito nihilista, en el que la autodestrucción y la huida hacia adelante cobran un sentido más brutal e implacable de lo que estamos acostumbrados a paladear. Esa es la cautivadora esencia de este tomo, tan conciso como canónico.
“Han transcurrido cuatro décadas de la aparición del libro, y este se mantiene fresco y vigente. Sus virtudes siguen invictas”.
Ayer sábado, la Sociedad Filarmónica de Lima, la Filmoteca PUCP y el CCPUCP dieron inicio a la décima edición del ciclo “La música en el cine”, con la ejecución de la banda sonora de “El desfile del amor”, filme dirigido por Ernst Lubitsch en 1929, con los legendarios Maurice Chevalier y Jeanette Macdonald (en la foto). A lo largo del año, este ciclo exhibirá en la sala Azul del centro cultural un conjunto de películas clásicas que destacan por su expresividad musical.