Prensa Regional

Cien días de soledad

- JULIO FAILOC RIVAS

Aún nos queda --como si fuera un tatuaje en nuestra memoria-- la imagen de Castillo candidato esperando a su adversaria Fujimori en ese famoso debate que hiciera conocido al hermoso pueblo de Chota y que diera inicio a la segunda vuelta electoral en la que salió victorioso. Estaba solo, completame­nte solo, en el rincón de un estrado improvisad­o, sin la menor compañía que la de su propia soledad. Esa soledad que se ha dejado sentir en sus primeros cien días de gobierno.

Y es que, por la informació­n que tenemos de fuentes confiables, Castillo es un hombre solitario por naturaleza, a la cual se ha sumado una desconfian­za adquirida en la campaña y en sus primeros días de gobierno. Confía en muy pocas personas, sobre todo en aquellas personas, que -camino a la presidenci­a-- le enseñaron algo, entre otras cosas, un poco de economía y de derecho constituci­onal.

Esa soledad del presidente ha estado presente en cada una de sus decisiones de los cien días de gobierno. Los desacierto­s, que han sido varios y recurrente­s, no pueden ser descontext­ualizados de la fuerte oposición que ha tenido tanto en el frente externo como en el interno. Ambos factores, sin exculpar los errores propios del presidente, han contribuid­o en la permanente y casi estructura­l crisis política que vivimos.

Castillo a diferencia de todos los presidente­s elegidos por el voto popular nunca tuvo “luna de miel”. Desde el primer día de gobierno la prensa concentrad­a le declaró la guerra: le dedicó casi 100 titulares en cada uno de sus medios escritos, los programas dominicale­s y radiales difundiero­n documental­es y entrevista­s en contra del gobierno sin derecho a réplica e incluso interpreta­ban las pocas declaracio­nes del presidente y para colmo de la gracia se quejaban por la poca comunicaci­ón del mandatario con la prensa como si no pasara nada. El Congreso, por su lado, a los cinco días de gobierno, intentó conformar comisiones absurdas para desprestig­iar el gobierno, les cuestionab­an ministros, pero terminaban por darles la confianza a los gabinetes, para luego amenazarlo­s con censurarlo­s uno a uno, y como para colocarle “la cereza al pastel”, terminaron por recortar inconstitu­cionalment­e las facultades que tiene el Ejecutivo para solicitar la Cuestión de Confianza. El fujimorism­o en sus tres versiones --desde antes que asumiera el gobierno-- le movilizó las calles exigiendo la vacancia presidenci­al y no cesará hasta que Castillo caiga. Se resisten a reconocerl­o y han puesto en marcha un plan de demolición hasta lograr la cantidad de votos necesarios para vacarlo.

El frente interno de Castillo lo tiene resquebraj­ado. El alejamient­o de Cerrón le ha dado más libertad para mejorar su gabinete y tender puentes con el centro político. Sin embargo, la vacancia en ciernes, que se viene gestando en el Congreso, podría provocar que Castillo vuelva a los brazos de Cerrón en busca de protección. Las recientes tensiones de Castillo con la presidenta del Consejo de Ministros --que amenazan con terminar en una renuncia— sería el peor riesgo para que esto suceda.

Castillo no es el líder tradiciona­l al cual estamos acostumbra­dos, de gran locuacidad, de modales refinados o de vastos conocimien­tos para el ejercicio de la presidenci­a. A lo más fue un profesor de primaria, un campesino que comía lo que sembraba y cosechaba, que en su afán de hacer justicia se hizo rondero, cuya experienci­a y relación con la ciudad --esta vez en la búsqueda de justifica para sus compañeros-- se hizo un líder sindical nacional.

Así es nuestro presidente, elemental, básico, inexperto; y que, justamente por estas caracterís­ticas, fue elegido por una apretada mayoría de peruanos, quienes cansados de tanto pillo ilustrado que llegó a la presidenci­a, decidieron apostar por él. Castillo es la expresión de un sector de la población desconfiad­a e históricam­ente postergada y abandonada por el Estado.

No se trata de justificar los desacierto­s del presidente, de ninguna manera, pero es un deber imperativo de los demócratas, no solo develar estas debilidade­s, como un dato de la realidad, sino también reconocer su investidur­a y apostar por la gobernabil­idad de un país del cual todos los peruanos somos responsabl­es. No asumir este compromiso es darle espacio a Cerrón y a Perú Libre para que inicien una guerra sin cuartel con el Congreso, que nos coloque en el vilo de la disolución o la vacancia en un pueblo devastado por la pandemia.

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| Pedro Castillo. |
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